El amanecer sobre Buenos Aires tenía un brillo distinto.
Rocío lo sintió al abrir los ojos, como si el sol se empeñara en recordarle que era un nuevo comienzo.
Después de años lejos del país, su regreso no solo significaba volver a casa, sino enfrentarse a lo que una vez dejó atrás: sus raíces, sus sueños… y a él.
El coche corporativo la llevó directamente a la torre donde funcionaban las oficinas de Villanova Consulting Group, una de las empresas más sólidas del país, recién asociada con otras firmas internacionales. Su padre, el señor Villanova, esperaba en la entrada con ese porte sereno y autoridad natural que siempre imponía respeto.
—Llegas justo a tiempo —le dijo sonriendo, extendiéndole la mano con orgullo—. Hoy conocerás tu nuevo mundo, hija.
—Ya era hora —respondió ella con un toque de emoción—. Prometo hacerlo brillar, papá.
Subieron juntos al piso 25.
Las puertas del ascensor se abrieron a un espacio amplio, elegante, con ventanales de cristal, tonos madera y un aroma a café recién hecho que llenaba el ambiente de vida.
—Todo esto pertenece a nuestra división internacional —explicó su padre mientras caminaban por el pasillo central—. Aquí manejamos los proyectos de expansión, fusiones, asesorías estratégicas y relaciones externas.
Se detuvo frente a una gran mampara donde estaban los logotipos de las empresas aliadas.
Rocío leyó uno en particular y sintió cómo el aire se volvía más denso.
Mastronardi Corporation.
Su padre continuó sin notar su leve reacción.
—Esa es una de las alianzas más fuertes. Tienen influencia en casi todo el mercado latinoamericano. Serás la encargada de coordinar directamente con ellos las nuevas propuestas.
Rocío tragó saliva con disimulo.
—¿Directamente?
—Sí, y con el propio director. Edrián Mastronardi.
El nombre retumbó en su mente como un trueno.
Justo cuando creía haberlo dejado atrás, la vida volvía a ponerlo en su camino.
—Entiendo —respondió con profesionalidad fingida, aunque su voz sonó apenas más baja.
Continuaron el recorrido. Su padre le mostró las áreas de diseño, finanzas, planificación y relaciones públicas. Todos la saludaban con admiración: la hija del fundador, la nueva directora de estrategia internacional.
Pero Rocío no pensaba en títulos ni en cargos. Pensaba en el inevitable momento en que volvería a mirarlo a los ojos, esta vez no como una chica enamorada, sino como su contraparte profesional.
Llegaron finalmente a su nueva oficina.
Amplia, moderna, con una vista panorámica del río. Su padre se detuvo en el marco de la puerta, observándola con orgullo.
—Tu madre estaría feliz de verte así —dijo con voz suave.
Rocío se giró y le sonrió con ternura.
—Y tú también lo estás, papá.
—Claro que sí. Pero recuerda —añadió con tono más serio—: aquí todos te respetarán por lo que logres, no por tu apellido. Sé firme, pero justa.
—Siempre lo he sido —contestó ella—. Gracias por creer en mí.
El señor Villanova la abrazó con un cariño discreto y se retiró para dejarla instalarse.
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Rocío se sentó frente al gran ventanal.
Abrió su agenda, revisó los primeros correos del día y respiró profundo.
La rutina laboral la ayudaba a mantener la mente ocupada, pero una parte de ella seguía atenta, expectante…
Como si su alma supiera que algo estaba a punto de suceder.
Y no se equivocaba.
A media mañana, la asistente golpeó la puerta.
—Señorita Villanova, acaba de llegar el representante de Mastronardi Corporation para la reunión de integración.
Rocío levantó la vista, sintiendo el pulso acelerarse.
—¿El señor Mastronardi?
—Sí, él mismo.
El tiempo pareció detenerse.
En cuestión de segundos, todo lo que había intentado mantener bajo control se desbordó.
Pero no podía permitirlo. No en su primer día.
—Hazlo pasar, por favor —dijo con voz firme.
La puerta se abrió.
Y ahí estaba él.
Edrián cruzó el umbral con esa elegancia natural que siempre lo había distinguido. Vestía un traje oscuro, el cabello peinado con precisión, el reloj brillando discretamente bajo la luz.
Sus miradas se encontraron otra vez, y ambos sintieron el mismo vértigo de aquel reencuentro en la conferencia días atrás.
—Señorita Villanova —saludó él con cortesía contenida.
—Señor Mastronardi —respondió ella, sonriendo apenas.
Él extendió la mano. Ella la estrechó.
Y fue como si el aire se electrificara entre los dos.
—Felicitaciones por tu nueva posición —dijo él, intentando sonar profesional.
—Gracias. Supongo que ahora tendremos que trabajar muy de cerca —respondió con tono ambiguo.
—Así parece —contestó él, mirándola con una intensidad que rompía el protocolo.
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La reunión transcurrió entre cifras, estrategias y acuerdos.
Ambos hablaban con precisión, sabiendo leer entre líneas, desafiándose con cada palabra.
Los demás asistentes percibieron la química, pero la interpretaron como una excelente conexión laboral.
Solo ellos sabían que era algo más profundo.
Cuando la sesión terminó, Edrián se detuvo un segundo junto a la puerta.
—No esperaba que el destino fuera tan insistente —murmuró.
Rocío lo miró sin responder.
—Tal vez no es destino —dijo al fin—. Tal vez es solo el fuego que nunca terminamos de apagar.
Él sostuvo su mirada por un instante más y luego se marchó.
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Esa noche, Rocío permaneció frente a su ventana.
La ciudad brillaba, pero en su pecho ardía algo más que luz: una mezcla de nostalgia, deseo y miedo.
Sabía que la línea entre lo profesional y lo personal sería cada vez más delgada.
Y mientras cerraba los ojos, una sola certeza la atravesó:
Podía controlarlo todo… menos lo que su alma aún sentía cuando él estaba cerca.
Porque hay fuegos que, aunque se cubran de ceniza, jamás se apagan.