Noah entró al almacén con paso firme pero cauteloso, cada pisada resonando contra el concreto agrietado. El lugar olía a humedad, metal oxidado y algo peor: miedo concentrado. La luz del sol se filtraba apenas por las ventanas rotas, creando sombras irregulares que parecían moverse con vida propia.
En el centro del espacio, iluminado por un rayo de luz natural que lo convertía en el centro de un escenario macabro, estaba Nico.
Noah sintió cómo se le cortaba la respiración.
Su hermano estaba atado a una silla metálica, con las manos esposadas a la espalda. Tenía un ojo morado, sangre seca en la comisura de los labios. La camisa estaba rasgada y manchada de rojo oscuro. Pero cuando levantó la cabeza y vio a Noah, sus ojos se llenaron de rabia pura.
—No… —murmuró con voz ronca, quebrada—. No, maldita sea, Noah… ¿qué haces aquí?
Noah dio un paso adelante, el pecho apretado como si alguien le hubiera clavado un puño en las costillas. Quiso hablar, pero las palabras se le atascaron en la ga