El coche avanzaba por la carretera oscura, y el motor era el único sonido que rompía el vacío. Valeria tenía los ojos fijos en la ventana, pero no veía nada.
El paisaje pasaba como una película borrosa: árboles, luces lejanas, un mundo que parecía ajeno a su vida. Sentía el pecho apretado, un nudo tan fuerte que apenas podía respirar.
El hombre que conducía era Noah. ¿Cómo podría no serlo? ¿Cómo es que tenía otra vida, otro nombre?
Su mente repetía esa idea mientras lo miraba de reojo. La luz intermitente del camino dibujaba sombras en su rostro. Ese perfil serio, esa mandíbula tensada, esos ojos grises que parecían hielo bajo la oscuridad, la concentración en el volante… Nada quedaba del obrero que le sonreía entre bromas tontas y miradas que parecían verdaderas. Alessandro Strozzi. Un nombre que sonaba a otro planeta.
Se abrazó a sí misma, apretando las manos contra su pecho. No quería hablar. No podía. Si abría la boca, sabía que saldría gritando, que le seguiría reclamando todo,