El silencio que siguió a las palabras de Valeria se volvió espeso. Noah seguía inmóvil, la mano a medio camino, los músculos tensos bajo la tela oscura de su chaqueta. Sus ojos grises, fijos en ella, tenían ese brillo contenido que Valeria no quería mirar.
Fue entonces cuando uno de los hombres vestidos de negro se acercó, con pasos firmes. Se detuvo a una distancia respetuosa, inclinando apenas la cabeza.
—Por aquí, señor—dijo con una voz grave, impecablemente neutra, y con un gesto de la mano les indicó el sendero hacia la entrada principal.
Valeria sintió que la sangre le golpeaba en los oídos. No sabia donde estaba, no sabia que iba a suceder, la angustia comenzaba a apoderarse de ella, pero luchaba por no demostrarlo.
El guardia esperó, con la misma expresión impenetrable, hasta que Noah asintió. Lo hizo con un movimiento seco, casi automático, y comenzó a caminar sin mirar a nadie.
Valeria lo siguió, con pasos cortos, la cabeza erguida y la mandíbula apretada, decidida a no mo