El auto se detuvo con un chirrido suave. El silencio volvió a caer sobre ellos, pero no era el mismo silencio de antes. Ahora estaba cargado de una tensión que dolía en el aire, como un hilo a punto de romperse.
Noah la miró, con el ceño fruncido y una mezcla de confusión y desesperación en sus ojos.
—¡No! — exclamó ella, negando con la cabeza, la mirada desencajada y la voz quebrada. —No voy a hacer eso, Noah.
Él parpadeó, desconcertado.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó, con la voz apenas audible.
—No voy a hacerlo — repitió ella, y aunque las lágrimas seguían cayendo, había una firmeza nueva en sus palabras. Su mano seguía en el volante, temblorosa pero obstinada, como si ese gesto pudiera evitar que todo su mundo se derrumbara.
Noah dudó un instante antes de extender la mano hacia su mejilla, queriendo limpiar esas lágrimas. Pero ella giró el rostro con brusquedad, rechazando el contacto. No podía dejar que la tocara, no mientras sentía que él había arrancado algo dentro de ella.