Noah no recordaba la última vez que había dormido tan profundamente.
El calor de Valeria, encajada en su pecho, y el ritmo pausado de su respiración lo envolvían con una calma extraña, casi adictiva, que lo fue arrullando hasta hundirlo en un sueño denso, imposible de romper.
Pero ahí, en ese abismo, todo se torció.
Puños, golpes secos, sangre en los nudillos. El eco de la lucha lo rodeaba, cada fibra de su cuerpo vibrando con la rabia y la adrenalina.
Sentía el pulso como fuego en las venas, el corazón martillándole el pecho. No había espacio para el miedo, solo la certeza de que debía resistir.
Y de pronto, entre el caos, apareció Valeria. Un desconocido la sostenía contra sí, un arma presionada en su sien.
—Confiesa, Alessandro —escupió la voz.
Noah se tensó. La furia lo cegó, dio un paso, dispuesto a lanzarse contra cualquiera, aunque fuera con las manos vacías. Pero no hubo tiempo.
El disparo retumbó.
El sonido se deshizo en un estruendo real. Un golpe seco contra la puerta. No