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Capítulo 4: Detrás de las paredes

Alessandro dejó el whisky, deslizó su mano por la cintura de ella como si lo hiciera a diario, y se escabulleron entre las sombras del salón.

          El evento, lleno de política y falsas promesas ecológicas, apenas notó su ausencia.

          Se refugiaron en una de las salas privadas del Palazzo, donde las puertas gruesas silenciaban el mundo. Las cortinas cerradas dejaban entrar solo una línea de luz dorada desde el pasillo.

          Al cerrar la puerta, Alessandro la empujó suavemente contra la pared. La besó con fuerza descargando el deseo que había provocado en él. Ella gimió en voz baja, sujetándolo por la solapa. Él sabía exactamente lo que hacía.

          Deslizó sus labios por su cuello, descendiendo lentamente hasta la clavícula, luego al escote, mientras una de sus manos recorría su espalda con precisión.

          Localizó el cierre del vestido y lo bajó con una calma calculada, dejando que la tela resbalara hasta la parte baja de su espalda... y más allá. Su mano no se detuvo ahí; siguió descendiendo, delineando sus curvas con una naturalidad casi arrogante.

          El vestido cayó como una cascada dorada a sus pies.

          Sin darle tiempo a reaccionar, Alessandro deslizó sus manos firmes por la curva de sus muslos y la alzó con facilidad, atrapándola contra la pared. El contacto fue inmediato, como si sus cuerpos se reconocieran desde antes, encajando con una precisión peligrosa, guiada más por instinto que por razón.

          Sus labios se buscaron con hambre, y cada gemido que escapaba de ella se ahogaba en besos profundos. Él descendió lentamente por su cuello, rozando su piel con la calidez de su aliento, hasta perderse en el vértigo de sus pechos. Sus dedos exploraban, su boca reclamaba, y cada caricia parecía encenderla un poco más.

          El deseo creció sin aviso, intenso, tan rápido que apenas podían controlar el pulso frenético que los movía. Fue un momento ardiente y breve, pero tan lleno de electricidad que dejó en el aire una vibración difícil de disipar.

          Cuando todo terminó, ella se subió el vestido con la misma calma con la que una reina se ajusta su corona. Él la observó, aún respirando agitado, mientras ella le regalaba un último beso: breve, pero tan cargado de deseo que parecía una promesa peligrosa.

—Me encanta cuando te encuentro casualmente. — Dijo él, con esa media sonrisa que parecía parte de su firma.

          Becca sonrió. Termino de arreglarse y se dirigió hacia la puerta. Justo antes de abrir, se giró.

—Espero encontrarte en el próximo evento. Eres lo único divertido en ellos.

          Le guiñó un ojo y salió con paso seguro.

          Alessandro sonrió. Eso le gustaba de ella, era hermosa, directa, arriesgada… y casual. Sin exigencias, sin promesas.

          Se quedó un momento, ajustando el puño de su camisa.

Estaba a punto de regresar al salón cuando, al cruzar frente a una puerta entornada, algo lo detuvo.

          Voces. Pero lo que lo detuvo, fue que le pareció oír el nombre de su empresa.

Reconoció a Van Weschler. Otra voz sonaba como un político latinoamericano. La tercera era desconocida. Grave.

Se pegó a la pared, respirando bajo. No era común que se reunieran fuera del salón principal. Y menos con las puertas apenas cerradas.

—...Strozzi ya está dentro. Lo firmó hace semanas, aunque no lo sepa — dijo el hombre de la voz grave.

          Alessandro frunció el ceño.

—Perfecto. Cuanto menos sepan, mejor —agregó otro, riendo en seco.

          Sintió un nudo en el estómago. Un frío que nada tenía que ver con la temperatura.

          Instintivamente, bajó la mirada a su celular, lo desbloqueó y deslizó su dedo sobre la aplicación de grabadora de voz. Un clic silencioso. Nada más.

          No sabía exactamente qué estaban tramando. Pero sabía reconocer una trampa cuando olía una. Y esa olía a traición.

Escuchó frases sueltas entre los ecos de las paredes.

—...transferencias... identidades falsas... pantallas legales...

          Y su nombre. Su nombre, flotando en medio de las risas contenidas.

          Guardó el celular en el bolsillo interior de su chaqueta. Caminó por el pasillo con pasos lentos, como si nada hubiera pasado. Volvió al salón principal. El brillo seguía ahí. Las luces, las copas, las risas. Solo que ahora, parecía un campo de batalla.

---

Después de esa noche, todo se vino abajo.

          Alessandro no pudo dormir, se fue directo a la oficina en su Mercedes negro. Comenzó a atar cabos, revisar correos, contratos, transacciones. Descubrió documentos firmados con su nombre que jamás había autorizado, viajes registrados en su pasaporte corporativo que él nunca hizo, y cuentas que ni siquiera sabía que existían.

          El instinto lo llevó a hablar con su socio, Paolo Marini. Él era el encargado de manejar todo eso en la empresa mientras Alessandro conseguía los inversionistas para el nuevo proyecto. Pero fue un error.

          Quedaron de verse en un bar del centro de Roma, junto con el abogado de la empresa. Alessandro se retrasó por un atasco de tráfico, algo que, quizás, le salvó la vida. Al llegar, encontró el lugar rodeado de patrullas, luces intermitentes y periodistas. Había sangre en la acera, y un oficial le impidió avanzar.

          Paolo y el abogado habían sido asesinados. Disparos limpios con silenciadores. Un trabajo que solo podría hacer un profesional.

          Y al parecer, él también estaba en esa lista.

          El escándalo estalló en menos de veinticuatro horas. Las noticias lo mostraban como cómplice. Las acciones de Strozzi Technologies cayeron. Su nombre fue eliminado de las juntas directivas. Los bancos congelaron sus cuentas.

          Entonces recurrió al único que nunca lo había traicionado: su hermano, André Strozzi. Desterrado de la familia por razones que Alessandro no entendía del todo, pero experto en ciberseguridad, con conexiones en las sombras. Si alguien podía rastrear quién lo estaba destruyendo desde adentro, era él.

          André le consiguió una nueva identidad. Un nuevo país. Un nuevo infierno.

          Desde entonces, Alessandro vivía encerrado en un departamento ajeno, con un nombre ajeno y un pasado convertido en cenizas, esperando una señal de su hermano para comenzar a entender el rompecabezas.

Y, además, lidiando con una criatura insoportable que parecía decidida a burlarse de él a cada oportunidad.

          Por lo menos tenía algo con qué entretenerse en medio del infierno.

          Castigarla. Hacerla ceder y verla tragarse cada palabra y cada gesto de desprecio hacia él.

          No sabía por qué no podía dejar de pensar en ella, y tampoco estaba listo para admitirlo, pero algo era seguro: esa mujer le había declarado la guerra.

          Y Alessandro Strozzi nunca perdía.

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