El despertador sonó a las 6:00 a.m.
Un pitido agudo, insistente, que le taladró el cerebro como si se burlara de él. Alessandro lo apagó deslizando el dedo por la pantalla de su celular. Gruñó y se quedó un momento con los ojos cerrados, deseando que todo fuera una broma cruel. Tenía que cumplir horario. Él. Alessandro Strozzi. Obligado a cumplir un puto horario. Todo eso era una M****a. Se sentó en la cama y se pasó ambas manos por la cara, respirando hondo. La rabia comenzaba a hervir de nuevo en su sangre. —Maldita sea... —murmuró. Si se ponía a pensarlo, nadie en su familia había cumplido horarios desde que Rincón Grazie se fundó, hacía más de cien años. Un imperio familiar de diseñadores, arquitectos y millonarios. Los horarios eran para empleados. Para otros. Nunca para un Strozzi. Pero ahí estaba. Ya no era Alessandro Strozzi, sino Noah Priego, un hombre común, en un departamento alquilado que apestaba a humedad, y con una ropa doblada en la silla del rincón: Un uniforme… un maldito uniforme de obrero… Jeans, camisa azul, botas de seguridad. El paquete completo. Lo miró frunciendo el ceño como si fueran un insulto directo a su linaje. Luego sonrió. Y después soltó una risa histérica, seca, sin rastro de alegría. —¿Esto es real? ¿Esto está pasando?... ¿Qué carajos es esto? — Le dio una patada a la silla. La camisa cayó al suelo. Tomó una taza vacía y la arrojó contra la pared con un gruñido. Esta se rompió en pedazos al igual que su dignidad. Respiro profundo tratando de calmarse, se dirigió al baño. No había nada que no odiara de ese departamento, se dio una ducha fría, y se enfrentó a lo que tenía frente a él. Se vistió, aun incrédulo, como si cada prenda fuera una bofetada a su orgullo. Se puso los jeans, la maldita camisa azul y las jodidas botas de seguridad. Era su forma de obligarse a seguir, aunque tuviera que tragarse cada pedazo de ego. Antes de salir, se quedó frente a la puerta. Dudó. Podía encontrar otra forma. Podía no ir. Buscar un trabajo por su cuenta. Hackear el sistema laboral si era necesario. Pero su identidad falsa complicaba todo. Y en este trabajo estaba recomendado por William, uno de los contactos de su hermano André. Gracias a eso esta empresa no investigaría demasiado. Aunque ese no era el puesto inicial, se suponía que estaría en el área administrativa. Por lo menos no sería tan humillante y podría vestirse como quisiera. Pero tenía que aparecer ella y complicarlo todo. Lo convirtió en un obrero más… Un número. Un peón. Valeria con su voz arrogante, con su sonrisa condescendiente, con esa forma de mirarlo por encima del hombro como si lo hubiera vencido. “Veamos si puedes durar al menos una semana”, le había dicho. Y le había llamado bastardo, egocéntrico, idiota y egoísta… todo en una sola frase corta. —Como si supiera quién soy. —Murmuró apretando la mandíbula. Ella había empezado esta guerra… y él la iba a terminar. No sabía cómo, todavía. Y estaba el pequeño problema de que era su jefa, pero haría que se arrepintiera. Haría que bajara la mirada. Que se tragara cada palabra que le había lanzado. Porque nadie lo trataba así… nadie lo empujaba contra el suelo y salía caminando ilesa. Esa maldita sonrisa altiva, esa manera de desafiarlo… Era como un veneno lento. Y él lo estaba respirando. Con ese pensamiento ardiéndole en la cabeza, no dudó más. Salió del apartamento, atravesó la calle y se subió al primer jodido bus hacia su nuevo empleo en Mura Diseño Integral.Porque para completar su desgracia, tampoco tenía un maldito automóvil.