Valeria repasaba por última vez los planos del café-galería junto a Camila. El proyecto estaba casi terminado y, aunque los dueños habían aprobado cada detalle con entusiasmo, ella no podía sacudirse la sensación de que le había faltado algo.
—Me gusta… pero no me encanta —murmuró, cerrando la carpeta con cierto fastidio.
Camila levantó la vista del computador y arqueó las cejas.
—¿Estás loca? Quedó hermoso. A todos les fascinó.
Valeria sonrió apenas, pero negó con la cabeza.
—Es que aquí, encerrada en la oficina, siento que me limito. No soy de hacer diseño solo digital —sus ojos se encendieron mientras hablaba, como si las ideas le corrieran por la sangre—. Necesito más… experimentar. Tocar los materiales, oler la madera recién cortada, jugar con las luces, ver cómo se refleja el cemento con distintas texturas, probar tapices, ensuciarme las manos armando maquetas. Eso es lo que me apasiona.
—Pero sí estuviste en el taller conmigo —replicó Camila, un poco divertida—. No tanto como a