La fogata chisporroteaba en el centro del campamento. Gabriel dormía recostado contra una piedra, con el sombrero cubriéndole el rostro, mientras Marina atendía a Santiago, que por fin respiraba con más calma. La noche se extendía alrededor como un manto pesado, llena de sombras y secretos.
Eva se apartó unos metros, buscando aire. El calor del fuego y la cercanía del extraño la asfixiaban. Necesitaba pensar, ordenar sus ideas, pero lo único que sentía era el nudo en el estómago y el recuerdo del rostro de Mateo alejándose en aquella camioneta.
—No confías en él, ¿verdad? —dijo una voz grave a su espalda.
Se giró. Luca estaba allí, apoyado contra la roca, con los brazos cruzados y los ojos brillando bajo la luz anaranjada.
—No —admitió Eva, bajando la mirada—. Pero tampoco podemos rechazar su ayuda. Santiago lo necesita.
Luca se acercó, lento, hasta quedar a un paso de ella.
—Lo que necesitamos es que tú no te quiebres.
Eva lo miró con rabia, dolida por la dureza de sus palabras.
—¿Cr