El sol caía a plomo sobre sus cabezas cuando dejaron atrás las ruinas. El desierto parecía infinito, un océano de arena que se extendía hasta perderse en el horizonte. Los caballos avanzaban con dificultad, cansados y sedientos.
Eva sentía la carpeta como una losa contra su pecho. Cada kilómetro era un recordatorio del peso insoportable que cargaban. Santiago deliraba, su respiración entrecortada, mientras Marina lo sostenía en la montura, murmurándole palabras de consuelo que no lograban calmarlo.
Luca cabalgaba al frente, la mirada fija, los músculos tensos como cuerdas a punto de romperse. Eva sabía que él nunca mostraría debilidad, pero podía sentir el cansancio en su cuerpo, el dolor en cada movimiento.
La traición de Mateo aún les ardía en los huesos. Nadie lo mencionaba, pero todos lo llevaban clavado en silencio.
Fue entonces cuando vieron la figura.
Un hombre caminaba por la arena, cubierto por un sombrero ancho y un poncho polvoriento. Llevaba una cantimplora al hombro y una