El desierto estaba en silencio, como si contuviera la respiración. Solo el viento agitaba la arena, levantando pequeñas nubes que giraban alrededor de los hombres armados.
Eva sentía las piernas temblarle. La carpeta pesaba más que nunca entre sus brazos. A pocos pasos, El Contador observaba la escena con una calma enfermiza, como si todo estuviera escrito de antemano.
Santiago se mantenía de pie junto a él, el rifle apuntando directo al pecho de Luca. Sus ojos eran pozos oscuros, imposibles de leer.
—Hazlo —ordenó El Contador, sin levantar la voz—. Demuéstrame que vuelves a ser uno de los míos.
Marina se adelantó con un grito desgarrador.
—¡No, Santiago! ¡Por favor, no lo hagas! ¡Soy yo, tu hermana!
El silencio que siguió fue insoportable. Santiago apenas giró el rostro hacia ella, y en ese segundo Eva vio algo: una chispa de dolor escondida bajo la máscara de frialdad.
Pero enseguida volvió a endurecerse.
—Hazlo ahora —repitió El Contador.
Luca no se movió. Tenía el pecho erguido, l