Eva sintió que el aire le faltaba. El sol ardía sobre su piel, pero el frío venía de dentro, de la mirada de El Contador. Aquel hombre no necesitaba gritar ni apuntar un arma para dominar el lugar: su simple presencia lo llenaba todo, como un veneno invisible.
A su alrededor, una docena de hombres armados formaba un círculo. Sus rifles apuntaban directo a ella y a Marina, que apenas podía mantenerse en pie.
—No corras, no dispares, no inventes excusas —dijo El Contador, avanzando despacio—. Entrega lo que es mío.
Eva lo miró fijamente, aferrando la carpeta contra su pecho.
—Esto no es tuyo.
Él sonrió, casi con ternura.
—Todo en este desierto es mío, niña. Incluyéndote.
Marina dio un paso al frente, temblando, pero con voz firme.
—¡No la toques!
Las risas de los hombres estallaron como un eco burlón. El Contador levantó la mano, y en un instante se hizo silencio. Su mirada se clavó en la muchacha.
—La hermana del traidor… —murmuró, como si probara el sabor de esas palabras—. Debí imagi