La noche caía sobre Santa Esperanza con una luna en cuarto menguante que apenas iluminaba los cerros. La camioneta avanzaba por un camino polvoriento, sus faros apagados para evitar llamar la atención. Eva iba en el asiento trasero, junto a Marina. La joven no dejaba de morderse las uñas, con los ojos fijos en la oscuridad.
—¿Segura de que es aquí? —preguntó Luca, al volante.
Marina asintió con un hilo de voz.
—Siempre vuelve a la fábrica. Es su punto seguro.
Briggs, con su pistola lista, miraba por la ventanilla como un lobo viejo olfateando peligro.
—El problema no es si está, sino cuántos más hay con él.
Santiago, sentado adelante con un rifle apoyado en las rodillas, parecía casi tranquilo.
—Si nos espera, lo sabremos muy pronto.
Cuando llegaron, el paisaje se abrió a un complejo abandonado: enormes silos de cemento, techos oxidados, ventanales rotos como cicatrices. La fábrica estaba rodeada de alambradas viejas, pero Eva notó algo inquietante: luces encendidas en el interior.
—N