Cuando Milagros cerró la puerta detrás de ella, el pasillo del hotel quedó suspendido en una calma extraña, como si el mundo se hubiera contenido un segundo más de lo normal para darle tiempo a respirar. Caminó despacio hacia el ascensor pensando en la noche anterior, en ese instante en que todo había cambiado sin estruendo, sin promesas exageradas, sin pactos mágicos… solo con verdad. Y eso la asustaba un poco: que lo mágico hubiera sido justamente lo simple.
Apoyó la frente contra el espejo del ascensor y sonrió sola, como una chica que acaba de descubrir algo que no quiere contar todavía por miedo a que se rompa.
Más tarde, cuando llegaron a la habitación del hotel donde tenían la ropa para la boda, listas para prepararse , Milagros subió a la habitación y encontró a su hermana sentada frente al espejo, con el pelo a medio hacer por las peluqueras —no se harían mucho, ellas tenían el pelo lacio y rubio—, rodeada de maquilladoras, de pinceles y de ese nervio hermoso que tienen la