La habitación olía a flores frescas, a maquillaje, a tela nueva… y también olía a recuerdos, a promesas incumplidas, a pasos que por fin se habían detenido en el lugar correcto, y a algo más.
Ese algo que no tenía nombre.
Ese aire eléctrico, invisible, que se mete bajo la piel cuando dos personas ya no están huyendo, cuando ya no se esconden ni de sí mismos ni de todo lo que sienten.
Milagros cerró la puerta de la habitación del hotel detrás de ellos con manos torpes, todavía embriagada por lo que había vivido durante el día, por los abrazos, por la música, por la boda de su hermana… pero sobre todo por esa sensación nueva y desconocida que traía en el pecho: pertenencia, esa certeza suave y brutal al mismo tiempo de saber que al fin había llegado a casa sin moverse de lugar.
Ayden no dijo nada, no porque no tuviera palabras, sino porque sentía que cualquier sonido rompería algo sagrado; solo la miraba a los ojos y veía lo cansada pero radiante que estaba, y ese brillo en la mi