Verónica seguía sentada al borde de la cama, abrazando una almohada contra el pecho, con la mirada perdida en el suelo. Aún pensaba en la conversación telefónica de antes, en la voz del hombre que siempre conseguía tranquilizarla. Pero aquella calma no duró mucho.
La puerta de la habitación se abrió de golpe, y Carlos entró con el rostro sombrío. Sus hombros subían y bajaban, conteniendo la ira.
—Ya no puedo aceptar más excusas tuyas, Verónica —dijo con frialdad, su voz grave cargada de presión.
Verónica giró la cabeza bruscamente, el cuerpo tenso.
—Carlos, de verdad no puedo. Estoy agotada, por favor, entiéndelo —susurró con voz débil, casi suplicante.
Pero a Carlos no le importó. Avanzó con pasos firmes, se acercó y le sujetó el brazo. Su agarre fue tan fuerte que Verónica soltó una mueca de dolor.
—Soy tu esposo. No puedes seguir rechazándome. ¿Crees que parezco un hombre al que se pueda ignorar tan fácilmente?
—Carlos, suéltame… —Verónica trató de apartar su mano, en vano. Sus ojo