Eran las cuatro de la tarde. Varias maletas grandes y cajas se apilaban cerca del portón, llenas de ropa, documentos y objetos personales que Carlos reconoció al instante.
El coche de Carlos se detuvo frente a la casa. Bajó apresuradamente, con el ceño fruncido y una sensación de inquietud creciendo en su pecho.
—¿Qué demonios es esto? —murmuró, mirando confundido las maletas.
Entró rápidamente al patio. La puerta principal estaba entreabierta, y desde dentro se escuchaba música suave, un sonido inusual en esa casa.
Empujó la puerta con fuerza y avanzó con pasos pesados. Pero al llegar al salón, se quedó paralizado.
Sus ojos se abrieron de golpe. El aire se le atascó en la garganta.
Frente a él, Veronica estaba sentada en el sofá, besándose apasionadamente con otro hombre.
Carlos se quedó helado. Todo su cuerpo se tensó. Su rostro pasó del blanco al rojo por la ira.
Y lo peor de todo: reconoció al hombre.
—¿Leo...? —su voz tembló, aunque sonó firme—. ¿Tú?
Leo se giró de inmediato, con