CAPÍTULO 4

Margaret apenas había salido del baño, pálida y con los labios resecos, cuando escuchó la voz del chofer de Máximo filtrándose como un secreto entre los invitados:

—Señor Ferrer, por lo que vi, parece que la señora Margaret trae un bisnieto en camino.

La mirada del anciano se encendió de inmediato, cargada de ilusión. Pero antes de que Margaret pudiera abrir la boca, Lucien habló con firmeza, tajante como siempre.

—Eso es completamente imposible.

Esas frías palabras hicieron que Margaret sintiera que el suelo desaparecía bajo sus pies. Su corazón se apretó con violencia,  y una profunda culpa apareció en su interior,  pues su hijo no había sido concebido con amor. No era solo la negación de Lucien, era la certeza cruel de que él no deseaba tener un hijo suyo. Ni siquiera puedo darle a mi hijo un padre que lo acepte, pensó, mordiéndose los labios hasta hacerse daño.

Con una sonrisa débil, intentó recomponerse.

—Creo que comí algo en mal estado durante el almuerzo.

Máximo no quedó convencido. Sus ojos sabios la recorrieron de arriba abajo, pero prefirió guardar silencio. Al cabo de unos segundos, retomó la conversación

—Pues va siendo hora de que me den un bisnieto, piensa querida que no soy eterno, podría irme en paz, si conozco un hijo de ustedes dos.

Lucien, resentido por la incomodidad anterior, rodeó los hombros de Margaret con un gesto posesivo. Sonrió con suficiencia mientras sentía el leve temblor de ella bajo su brazo. Le complacía verla vulnerable, tan frágil entre sus manos.

—Por supuesto, abuelo. Tenga la seguridad de que ese asunto lo hablaremos pronto.

Margaret cerró los ojos un instante, aguantando la presión del brazo de su esposo. El contacto la sofocaba, sin embargo no lo rechazó de inmediato. Esperó con paciencia hasta encontrar el momento oportuno para apartarse con suavidad.

Ya en la mesa, la cena transcurrió en calma, entre felicitaciones por el cumpleaños de Máximo y las insinuaciones constantes sobre un futuro bisnieto. Margaret apenas pudo probar bocado; el estómago lo tenía revuelto y el corazón encogido. Mientras tanto, Lucien interpretaba a la perfección el papel de esposo ejemplar: de vez en cuando la miraba, le sonreía, y por momentos parecía que en realidad le deseara lo mejor. Aquella farsa era tan dolorosa como humillante.

Después del brindis final llegó la hora de la despedida. Máximo tomó las manos de Margaret y la miró con ternura.

—Espero que vuelvas pronto, cariño. Me alegra cada vez que vienes a visitarme.

—Vendré lo más pronto posible, abuelo. Cuídate mucho, te quiero —susurró ella, dándole un beso en la mejilla antes de apartarse con pesar.

Lucien repitió el gesto con naturalidad y luego la tomó de la mano para llevarla hacia el auto. Apenas cruzaron el umbral, Margaret se soltó con brusquedad.

—Ya no tienes que fingir —dijo rodando los ojos, decidida a marcharse sola hacia la avenida.

—¿Dónde estuviste anoche? —preguntó él en voz baja, con un brillo de furia en los ojos.

Margaret se giró despacio, arqueando las cejas.

—Ya no vivo en la mansión. Me mudé.

Lucien apretó los dientes, incrédulo. Por su corazón pasó una inesperada mezcla de ira y sorpresa. ¿Ella se había marchado con tanta determinación? Sin dudarlo en lo más mínimo, sin dejarle el menor resquicio.

Ella lo miró desconcertada, sin entender por qué mostraba aquella ira casi imposible de contener.. Él había sido quien la había empujado al divorcio. ¿Por qué ahora parecía herido por su decisión?

Pero antes de que ella pudiera pensar más, Lucien ya había contenido sus emociones y recuperó pronto su habitual frialdad.

—En realidad, es lo mejor. Así Lorain podrá mudarse cuanto antes a la mansión.

Las manos de Margaret comenzaron a temblar, pero se contuvo.

—Bien —respondió cortante, quedándose inmóvil en medio de la acera.

Él aprovechó su silencio para clavar el golpe final.

—Y no quiero que este asunto del divorcio te afecte en el trabajo. —su mirada era fría y severa, como si advirtiera a un subordinado sin relación alguna—.Mañana mismo debes entregarme el contrato del proyecto con los Benedetti. Es un negocio importante y tú eres la responsable.

Ella lo miró con incredulidad, pero él continuó, cada palabra más helada que la anterior:

—No permitas que tus emociones interfieran. Mañana ese contrato debe estar en mi escritorio.

Margaret abrió los labios, dispuesta a decirle que había presentado su renuncia, pero él no le dio la oportunidad. Caminó hacia el auto y abrió la puerta de golpe.

—Te llevo.

—No, gracias. Tomaré un taxi.

—Aquí no es lugar para esperar un taxi como cualquiera. — Lucien abrió la puerta del coche y se quedó de pie a un lado, con una presencia imponente y fría que dejaba en claro que no aceptaba ningún rechazo.

Bajo la mirada insondable de él, los dedos de Margaret temblaron levemente, pero al final apretó el puño y eligió ceder. Durante todo el proceso, la expresión de Lucien permaneció distante y helada, como si aquel instante de pérdida de control jamás hubiera ocurrido, como si no fuera más que una ilusión efímera.

Margaret cayó en el asiento, respirando con dificultad. El coche arrancó y el trayecto se convirtió en un suplicio. Cada kilómetro aumentaba su cansancio, y las curvas le provocaban mareo. Sintió el malestar otra vez y apoyó la cabeza contra el respaldo.

—Lucien… déjame en cualquier sitio donde pueda tomar un taxi —murmuró con voz débil.

Él no respondió. Mantenía la vista fija al frente, apretando el volante con tal fuerza que los nudillos se le pusieron blancos. Margaret quiso insistir, pero el agotamiento la venció. Cerró los ojos y se hundió en un sueño profundo.

Cuando despertó, la confusión la invadió. El auto estaba detenido frente a un edificio moderno, de líneas sobrias y ventanales iluminados. Se incorporó con esfuerzo, mirando a su alrededor.

—¿Dónde estamos? —preguntó, todavía adormecida.

Lucien salió del coche, abrió su puerta y, con un gesto seco, ordenó:

—Baja, hemos llegado.

Margaret lo miró sin comprender.

—¿Qué?

—¿Acaso no estás viviendo aquí? —Lucien la miró confundido, pues en ese edificio, estaba el apartamento que él, le había dejado en el divorcio.

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