Margaret observó el edificio unos segundos, consumida por la frustración, comprendió que Lucien jamás había leído los documentos que ella le había entregado. Todo lo que había preparado —su carta de renuncia y el nuevo acuerdo de divorcio— seguía intacto sobre su escritorio, ignorado como si no existiera.
Con un hilo de fuerzas, se bajó del auto y descendió tambaleante. Caminó hasta la avenida y alzó la mano para detener un taxi. Solo quería volver al hotel, desaparecer de su vista y descansar del tormento que le representaba estar a su lado.
El motor del coche de Lucien rugió detrás de ella, no se había ido. El hombre se estacionó a pocos metros y salió, avanzando con pasos firmes.
—¿A dónde crees que vas? —preguntó con voz tensa.
Margaret se giró lentamente, agotada. —De regreso al hotel.Lucien entrecerró los ojos, estudiándola con incredulidad.
—¿Por qué no te quedas en el departamento? Lo mandé preparar para ti.Ella apretó los labios.
—Porque no quiero nada que venga de ti. El nuevo acuerdo de divorcio y mi carta de renuncia los deje con Carlos, él me dijo que aceptaste mi renuncia.El impacto se reflejó en sus ojos. Por un instante, Lucien perdió la seguridad con la que solía hablarle.
—¿Renunciaste? —repitió con voz baja, como si no pudiera creerlo. —¿Crees que podrás sobrevivir sin mí? Una mujer que no tiene ni dinero ni capacidad… ¿cuánto tiempo podrás sostenerte si te alejas de mí?—No necesito tu dinero ni tu compasión. Puedo completamente sola.
Lucien frunció el ceño, desconcertado. La mujer sumisa que siempre conoció parecía haber desaparecido. Y ese cambio lo perturbaba. Caminó unos pasos hacia ella, con los puños apretados.
—Ya entiendo —dijo con sarcasmo—. Rechazas todo lo que te ofrezco solo para hacerme sentir culpable. Una forma más de atarme a ti, Margaret.
Ella lo miró con rabia y soltó una carcajada amarga.
—¿Culpable? ¿De verdad crees que todavía quiero enredarme contigo? Eres más patético de lo que pensé.Las palabras quedaron suspendidas en el aire. De repente, un dolor agudo le atravesó el vientre. Margaret se inclinó hacia adelante, sujetándose la barriga. Un calor extraño le recorrió las piernas, y al bajar la vista, vio cómo la sangre descendía por ellas, tiñéndole la falda.
—¡Margaret! —Lucien la sostuvo de inmediato, atónito. El rostro se le descompuso , lleno de preocupación genuina—. ¡¿Qué te pasa?!
Ella apenas pudo responder. Su cuerpo se volvió frágil entre sus brazos. Lucien la cargó sin pensarlo y la metió de nuevo en el auto. Condujo a toda velocidad hacia el hospital, sin apartar los ojos del camino y sin dejar de murmurar entre dientes.
Horas después, Margaret fue sacada de la sala de urgencias. Había recibido un tratamiento sencillo y, aunque estaba débil, el médico aseguró que la situación se había controlado. Lucien permanecía en la sala de espera, con un semblante frío, pero la tensión en sus manos delataba lo contrario.
Cuando el doctor salió, Lucien se adelantó.
—¿Qué tiene?—Venga conmigo, por favor.
Lucien siguió al medico por el pasillo hasta la habitación de ella. la pobre Margaret estaba pálida, y aun con suero intravenoso.
—¿Qué tiene, Margaret, doctor? —Lucien se acercó a ella, tratando de descifrar que le sucedía.
—Yo… —intervino ella con rapidez, antes de que el medico hablara—. Fue solo un dolor fuerte, ¿verdad doctor? . Nada grave. Gracias por su atención.
El médico la miró, sorprendido por la interrupción. Ella le sostuvo la mirada con súplica.
—Lucien. —ella lo miró con desespero. —¿Podrías conseguir los medicamentos de esta formula? —extendió su mano hacia la mesa y señaló una receta.
Él, sin pensarlo tomó el papel. —Ya regreso.
Margaret respiró al verlo salir, y el doctor se acercó a ella.
—Señora, debe cuidarse mucho. Esta vez no fue grave, pero el embarazo está en riesgo. Necesita reposo y controles constantes, también, evitar emociones fuertes. —el hombre señaló la puerta por donde había salido Lucien y ella entendió a que se refería.
—Por favor —susurró Margaret, con lágrimas en los ojos—, no le diga nada. Él no quiere a este hijo.
El médico dudó, pero al ver su desesperación, asintió con discreción.
De regreso en la habitación, Lucien se mantuvo de pie junto a la ventana, con los brazos cruzados. Margaret evitaba mirarlo.
—¿Entonces? —preguntó él, sin girarse.
Ella tomó aire, buscando la mentira más convincente.
—Nada serio. Fue un dolor menstrual fuerte.Lucien giró lentamente, observándola con desconfianza.
—¿Seguro?—Sí —afirmó, bajando la mirada.
El reloj en la pared marcaba la madrugada. Margaret se tensó al recordar su vuelo del día siguiente. Tenía que salir cuanto antes de aquel hospital, de su vida, de todo lo que la ataba a él.
—Creo que ya he descansado lo suficiente, puedo recibir el alta.
Lucien notó su nerviosismo.
—¿Por qué tienes tanta prisa?—No es nada. Solo quiero descansar en otro lugar.
Él sonrió con ironía.
—¿Otro lugar? ¿O es que ya encontraste a alguien más? ¿Por eso tanta urgencia en marcharte?Las palabras la atravesaron como cuchillos. Margaret apretó los puños bajo las sábanas. El dolor, la rabia y el cansancio la sofocaban. Finalmente lo miró directo a los ojos, con un brillo que él nunca había visto.
—Tienes razón, Lucien. Igual que tú, yo también tengo un amor verdadero. Uno que jamás pude olvidar.
Lucien se quedó helado. Su mandíbula se tensó, y la furia que intentaba ocultar estalló en su mirada.
—¿Qué dijiste? —espetó, acercándose a la cama con pasos lentos.
Margaret sostuvo su mirada con firmeza, aunque el corazón le latía con violencia. Sabía que lo estaba provocando, pero no podía más con la humillación. Si él tenía a Lorain, ella también podía inventar un amor imposible.
—Lo que escuchaste —respondió con voz firme—. No eres el único capaz de reemplazar.
El silencio que siguió fue tan denso que apenas podían respirar. Lucien, con los labios apretados y el pecho agitado, la miraba como si acabara de descubrir a una mujer completamente distinta de la que había creído poseer.