El camino transcurrió en silencio, y a decir verdad, era un silencio cómodo, pues desde hacía mucho tiempo entre ellos no existía un momento de paz. Los últimos encuentros habían estado cargados de discusiones, reproches y heridas que parecían imposibles de cerrar. Desde aquel día en que Lucien le pasó los papeles del divorcio, algo en Margaret se quebró para siempre.
Él la observaba de reojo mientras conducía, con el ceño fruncido y los labios apretados. No podía evitarlo. Por más que se repitiera que ya no le importaba, cada vez que la tenía cerca, algo en su interior se revolvía.
—Has cambiado, Margaret —murmuró finalmente, con un tono tan bajo que apenas se distinguía entre el ruido del motor—. Dime… ¿desde cuándo dejaste de ser esa mujer sumisa y complaciente?
Margaret giró la cabeza hacia él con calma, sin un atisbo de emoción en el rostro.
—A decir verdad, a él le gustan las mujeres vivas y alegres. Y eso es lo que soy ahora.
Lucien se tensó de inmediato. La ira subió a su ros