Margaret no creía que Lucien fuera a volver. Había aprendido a no esperar nada de él, ni siquiera una disculpa. Después de que se marchó, el silencio de la casa le resultó tan profundo que podía oír el sonido tenue de su respiración entrecortada. Tomó la medicina que el médico le había recetado para las náuseas y se recostó, no se quedaría de pie esperando a quien no iba a volver.
El mareo persistía, y cada movimiento parecía revolverle el estómago. Cerró los ojos intentando conciliar el sueño, pero le era imposible. Sabía que cada embarazo era distinto, pero el suyo parecía especialmente difícil. Quizás porque estaba sola. Tal vez porque, a pesar de todo, seguía temiendo que el niño cargara con la misma tristeza que ella.
Cuando despertó, el amanecer ya teñía de gris la habitación. El lado del sofá donde Lucien se había sentado la noche anterior seguía vacío. Era evidente que él no volvió en toda la noche..
Margaret sonrió con amargura. No esperaba menos. Se levantó despacio, se duc