Ernesto no pudo pronunciar palabra. El golpe de realidad que Mérida le había arrojado lo dejó paralizado, mudo de rabia, pero incapaz de contradecirla en ese instante, simplemente bufó enojado. Margaret, aferrada al brazo de su madre, lo atravesó con una mirada fría antes de seguirla hacia la oficina de la directora general.
Aquel despacho había sido alguna vez de su madre, y ahora volvía a abrirse para ellas. Las paredes parecían intactas, todo lo que algún día le perteneció a Mérida se mantenía allí, esperándola y de paso a Margaret.
La mujer, recorrió lentamente el espacio, pasó la mano por los muebles de madera oscura y suspiró con nostalgia. A su mente vino cada recuerdo de cuando era la gran encargada de la compañía, y un aire de frustración se posó en su pecho.
—Este lugar fue mío, Margaret… —murmuró, acariciando el borde del escritorio con dedos temblorosos—. A partir de hoy, será tuyo.
Margaret la observó en silencio, sintiéndose culpable, tal vez si ella no se hubiera ido an