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Diez Dólares, Dos Vidas

Diez Dólares, Dos VidasES

Cuento corto · Cuentos Cortos
Santiago  Completo
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Resumen
Índice

Últimamente, en la Manada Luna de Sangre no se habla de otra cosa: el Alfa, Gael Ibarra, decretó que en la Casa del Alfa nadie puede gastar más de diez dólares al día. Sí, diez miserables dólares. Y lo peor: esa regla absurda no vino de ninguna tradición ni consejo de ancianos, sino de su flamante “planificadora financiera”, Lía Rosales. Yo, la Luna, por gastar apenas un dólar de más en medicina, fui arrastrada al patio y condenada a veinte latigazos. Con apenas dos golpes, ya sentía la piel desgarrada y la falda pegada a la sangre. Mi asistente corrió hacia mí, desesperada, llorando: —¡Basta, por favor! ¡La Luna está delicada, no puede soportar un castigo así! Pero Lía levantó el brazo con más saña: —¡Veinte por un dólar de más! Eso fue lo que me prometió el Alfa. ¿Quién se atreve a desobedecer? Me abracé el vientre, jadeando, y con la voz hecha un susurro logré decir: —Llamen… al Alfa… Gael llegó rodeado de su séquito. Cuando sus ojos vieron mi espalda hecha un mapa de sangre, brilló en ellos algo que parecía compasión. —Lía, basta ya —ordenó. Ella lo miró con lágrimas contenidas: —Cuando me trajiste, dijiste que todos iban a obedecerme. Ni siquiera he usado la fuerza. ¿Ahora te vas a echar atrás? Dio media vuelta, ofendida. Gael le sostuvo el brazo y murmuró con cansancio: —Está bien… yo no me meto. No te desgastes. Que sigan los guardias. El cuero siguió azotando mi carne hasta abrirla en carne viva. Un calor tibio se desbordó entre mis piernas y, sin entender por qué, solté una risa quebrada que me llenó los ojos de lágrimas. Al día siguiente, cuando por fin Gael se acordó de mí y mandó llamar a la sanadora, encontró a mi asistente destrozada, abrazada a mi cadáver. —Luna… ¿cómo pudiste irte así? —sollozaba—. Dos vidas… dos vidas…

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Capítulo 1

Capítulo 1

No supe cuánto tiempo pasó hasta que por fin salí de la oscuridad.

La espalda me ardía hecha jirones. Intenté moverme y la falda, pegada a la piel desgarrada, tiró de mí con un dolor que me cortó la respiración.

Un líquido tibio se deslizaba sin freno desde mi cuerpo; los retortijones en el vientre me arrancaron un gemido.

“El bebé… mi bebé.”

Llevo tres años casada con Gael. Este bebé, apenas de dos meses, había llegado al fin. Ni siquiera tuve tiempo de decírselo.

El miedo me envolvió como una garra. No puedo perderlo.

Con la poca luz que entraba, reconocí el lugar: el estudio de pintura de Valentina Ibarra, la hermana de Gael.

Ella jamás dejaba que nadie entrara. Ahora me habían encerrado ahí como castigo.

Obligándome a respirar hondo, tanteé el suelo buscando mi celular. Nada.

Recordé que Lía Rosales me había quitado todas mis cosas “para evitar gastos innecesarios si se dañaban durante el castigo”.

—¡Ayuda! —mi voz salió áspera, rota—. ¡Por favor… alguien… ayúdeme!

Escuché pasos al otro lado.

—¿Hay alguien?… te lo ruego, ayúdame —repté hacia la puerta con lo poco que me quedaba de fuerza.

La chapa giró y la puerta se abrió apenas una rendija. Apareció un rostro conocido.

Valentina Ibarra.

—Valentina… —me aferré a su nombre como a un salvavidas—. ¡Llévame a la enfermería! Estoy sangrando… puedo perder al bebé.

En sus ojos no había un gramo de compasión, solo desprecio.

—¿Qué show traes ahora, Sofía? ¿Desde cuándo estás embarazada? Ni se te nota. No me vas a ver la cara: siempre te haces la víctima para que gastemos en ti.

—Yo no derrocho… —el sudor me corría por la frente—. Cada dólar que gasto es lo básico para la casa. Valentina, primero llévame a la enfermería, después te explico.

—Si no fuera por tus “necesidades”, mi hermano no habría traído a Lía a manejar el dinero —escupió—. ¡Mi exposición sigue atorada por tu culpa!

—Apenas tengo dos meses. Estoy sangrando… por favor, salva a mi bebé. Tengo claustrofobia… encerrada aquí… me voy a desmayar…

El estudio era un cubo sin ventilación. El aire se espesaba, mi respiración se volvía corta y desacompasada.

Valentina dudó. Sabía lo de mi claustrofobia; del embarazo, no.

Chasqueó la lengua, fastidiada, y sacó el celular.

—Está bien. Le voy a marcar a Gael. Que él decida qué hacer.

La llamada entró de inmediato. Alcancé a oír su voz y reuní mis fuerzas en un último grito:

—¡Gael! ¡Sácame! Estoy embarazada. ¡Llévame a la clínica ya!

Silencio.

El color se le fue del rostro a Valentina. Quizá temió cargar con las consecuencias si algo me pasaba.

Gael vaciló al otro lado:

—Valentina… ¿qué está pasando?

Y justo cuando creí que iba a salvarme, se coló, dulce y venenosa, la voz de Lía Rosales:

—Alfa, no te dejes engañar. ¿Cuándo supimos que estaba embarazada? Solo busca excusas para evadir el castigo. Siempre ha sido vanidosa y gastadora. Hoy cambió de táctica, nada más.

Con esas palabras, todo mi dolor se volvió actuación ante sus ojos.

La voz de Gael se heló:

—Valentina, ¿ni esto puedes resolver? No me llames por tonterías. Que Sofía se quede adentro y reflexione. Una mujer que presume y miente no merece confianza.

La llamada se cortó.

Valentina descargó su rabia en mí, los ojos encendidos.

—Casi me engañas y encima él me gritó por tu culpa… ¡Todo esto es tu culpa, Sofía!

Cerró la puerta de un portazo.

Las luces del estudio se apagaron.

La oscuridad regresó en oleadas y me tragó por completo.
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