Capítulo 3
El sanador de la manada llegó en minutos; bastó una mirada para entender que estaba al borde.

—¡Rápido, acuéstela! —ordenó.

Mi asistente, descompuesta del miedo, obedeció como pudo y, con ayuda del sanador, me deslizó hacia un espacio menos sucio.

Él abrió su maletín y su gesto se endureció: los frascos portátiles no bastaban para detener aquella hemorragia.

—Las dosis que traigo no alcanzan —dijo, grave—. Necesitamos el coagulante de la clínica central ahora. Pero hay que pagar cien dólares por adelantado.

Mi asistente vació los bolsillos: no llegaba ni a cinco.

—¿Podemos fiarlo? En cuanto vuelva el Alfa, le paga —suplicó.

El sanador dudó. La clínica jamás daba crédito. Me miró: el charco bajo mí crecía; mis pupilas ya vagaban. Apretó la mandíbula y sacó el celular.

La llamada tardó y, cuando por fin conectó, no contestó Gael sino Lía Rosales.

—El Alfa está en reunión. Si no es urgente, llamen luego.

—Soy el sanador de la manada —explicó rápido—. La Luna está sangrando de forma crítica. Necesito autorizar un envío de coagulante a crédito…

—¿Crédito? —la voz de Lía subió, aguda y cortante—. Ni un centavo fiado. Son las reglas.

Seguro finge otra vez para sacar dinero. Deben dejarla reflexionar, y nadie la toca.

—No es teatro. Si no intervenimos ya…

—Ah, claro… ¿Cuánto le pagó para que diga eso? —lo interrumpió, impaciente—. Está claro que tiene plata escondida. No molesten al Alfa por tonterías.

Cortó.

El sanador quedó lívido, sosteniendo el teléfono como si quemara. Tragó su rabia, sacó la cartera y adelantó los cien dólares.

—Listo. Ya hice el pedido. Que lo preparen de inmediato —informó a la clínica—.

—Vamos —le dijo a mi asistente—. Su vida corre peligro: si no la atendemos ya, no solo perderá al bebé… también puede morir.

Tras una maniobra de urgencia, para no perder tiempo me cargaron entre los dos hacia el pasillo.

Llegamos a la clínica… y era un cascarón: ni medicamentos ni aparatos.

—¿Dónde están los equipos? ¡Acabo de pedir el coagulante! —estalló el sanador.

Una enfermera, abrumada, se acercó.

—Perdón, doctor… Lía dijo que le dolía el pecho, y el Alfa ordenó trasladar todo a su habitación. Incluso su pedido.

El sanador tembló de pura impotencia.

En ese momento pasó el Beta de Gael. Al verme bañada en sangre, se quedó helado.

—¿Luna? ¿Qué…? —se inclinó para evaluar mis heridas y, sin perder un segundo, llamó a Gael—. Alfa, estoy en la clínica. La Luna se está yendo.

—Debes estar viendo mal —respondió Gael, visiblemente molesto—. Si ya salió del encierro, su primera parada sería el salón. Y si no, el spa. Estás confundido. Estoy ocupado. No me vuelvas a llamar por esto.

La línea murió.

El Beta bajó la mano, con la culpa pesándole en los ojos. El sanador soltó un suspiro roto.

Mi asistente se tapó la boca y empezó a llorar bajito.

La espalda ardía como fuego; en el vientre, el dolor venía en oleadas. Escuché sus voces lejos, lejos, mientras las dos vidas se me escapaban por los dedos.

Una lágrima tibia me resbaló por la sien.

Cerré los ojos.

***

Gael terminó de pagar la cuenta del tratamiento de Lía y volvió a su cuarto.

Ella, recostada entre almohadas, le sonrió con voz melosa:

—Alfa, se me antojaron galletas de mantequilla. ¿Me compras unas?

“¿Galletas?” La palabra tocó una fibra vieja.

Recordó a Sofía en la cocina, con un delantal y harina en las mejillas, sacando una bandeja dorada del horno.

Ella le acercaba una galleta a la boca, y esos ojos… brillaban.

"¿Hace cuánto que no pruebo una?"

Un fastidio sin nombre le recorrió el pecho. Salió del cuarto de Lía.

Apenas cerró la puerta, escuchó un llanto imposible de contener en la habitación de al lado.

Reconoció la voz: la asistente de Sofía.

El corazón le dio un salto. Empujó la puerta.

Lo recibió un grito que partía en dos.

La asistente estaba desplomada sobre el cuerpo frío de Sofía, llorando hasta casi desvanecerse.

—Luna… ¿cómo pudo irse así? ¡Se fueron dos vidas… dos vidas!

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