La puerta se abrió despacio. Mi padre entró con un cuenco de hierbas calientes entre las manos.
Me miró hecha ovillo sobre la cama y se le arrugaron los ojos de pura ternura.
—Sofía, levántate a tomar la medicina —dejó el tazón en el buró, se sentó a mi lado y me acarició el cabello con la palma grande y cálida—. Sé que duele, pero tu cuerpo importa.
Alcé la cara. Tenía los ojos hinchados de tanto llorar.
—Papá, el bebé se fue… Fui inútil. No pude protegerlo.
Me envolvió en sus brazos; su voz era grave, pero firme:
—No fue tu culpa. Fue ese desgraciado de Gael. Él mató a mi nieto. Te lo prometo: este agravio se paga. Haré que la Manada Luna de Sangre lo devuelva multiplicado.
El abrazo de mi padre y su promesa fueron mi único refugio. Lloré de nuevo, contra su hombro.
Tres años atrás, en este mismo cuarto, lo desobedecí por primera vez.
—Papá, lo amo. Por él puedo renunciar a todo.
—¡Estás perdiendo la cabeza! Si te vas con ese hombre fuera de la manada, no vuelvas a decir que eres mi