Palacio del Príncipe Ragnar
El mármol bruñido del palacio reflejaba cada paso de Aisha como un reproche. Sus pies, acostumbrados a la tierra áspera de las montañas, se hundían en alfombras tan suaves que parecían piel de bestias mitológicas. «Aquí hasta el aire es opulento», pensó, conteniendo un estremecimiento al notar cómo los dragones tallados en los capiteles la seguían con ojos de ámbar.
Frente a un jarrón de porcelana azul, tan frágil que parecía contener el aliento, sintió la tentación de rozarlo. «¿Cuántas vidas de mi aldea costaría esta pieza?»
— ¿Te gusta? — La voz de Ragnar le recorrió la espalda como un cuchillo templado en miel —podría romperse con solo un soplo.
Ella no se volvió. Sabía que él disfrutaba de su incomodidad, de cómo sus hombros se tensaban bajo el vestido prestado.
— No entiendo por qué alguien necesitaría algo tan inútil — murmuró, pero sus dedos traicionaron el anhelo de tocar, de probar que aún podía sentir algo bello sin que se desvaneciera.
Ragnar se inclinó hasta que sus labios casi rozaron su oreja:
— Porque su belleza justifica su existencia. Algo así como tú, pequeña sanadora.
El calor de la ira le subió por el cuello, pero antes de que pudiera replicar, él ya se alejaba, dejando un rastro de perfume a hierbas amargas y poder.
Ingresaron a un salón… El Salón de las Runas.
El salón estaba iluminado por antorchas que despedían un aroma dulce, mezcla de sándalo y algo más oscuro, como hierbas quemadas. En el centro, una mesa baja sostenía varios pergaminos desenrollados, sus bordes decorados con runas que Aisha no reconocía.
Ragnar se dejó caer sobre un cojín de seda, estirando las piernas con la arrogancia de quien sabe que cada movimiento suyo es observado.
— El Emperador espera un ritual esta noche — anunció, jugueteando con un anillo de oro en su dedo — algo que demuestre que tu sangre puede hacer más que manchar mis sábanas.
Aisha frunció el ceño.
— Yo nunca prometí un ritual.
— No, pero yo sí — respondió él, sin inmutarse — Y ahora, o inventas uno o ambos terminamos con la cabeza en una pica.
Ella cruzó los brazos.
— No conozco ningún ritual.
Ragnar se quedó quieto. Luego, lentamente, inclinó la cabeza como si no hubiera entendido.
— ¿Cómo? — preguntó, cada palabra afilada — ¿Vienes de una tribu de sanadores y no sabes ni un maldito ritual?
Aisha sintió el calor subirle a las mejillas.
— Yo nunca dije que fuera una sanadora tradicional.
Ragnar se levantó de un salto, avanzando hacia ella con pasos calculados. Antes de que pudiera reaccionar, su mano callosa le agarró la mejilla, obligándola a mirarlo.
— Entonces, dime, ¿cómo planeabas curar mi maldición? ¿Con sonrisas y buenas intenciones?
Ella le dio un manotazo, apartándolo con fuerza.
— ¡En ningún momento me ofrecí a curarte! ¡Esa idea se la inventó usted solo!
Ragnar no pareció molesto. Al contrario, una sonrisa peligrosa se dibujó en sus labios.
— Ya es demasiado tarde para retroceder, pequeña. El Emperador espera un espectáculo, y se lo daremos — señaló los pergaminos — Elige uno. Da igual si no sirve para nada. El emperador solo quiere un teatro.
Ella apretó los puños. «¿Cuántas veces había sido un adorno en la vida de otros?»
— No sé leer — confesó, y el silencio que siguió fue tan denso que casi podía palparse.
Ragnar la estudió, y por primera vez, algo se quebró en su mirada dorada:
— Por los dioses — susurró — Eres solo una niña.
— ¡Tengo dieciocho años! — protestó, pero él ya tomaba su mano con una suavidad que no le conocía.
— Dieciocho años de inocencia — murmuró, trazando las runas con sus dedos sobre la palma de ella — Escucha bien: esta línea es sangre, esta otra, promesa…
El contraste entre sus manos, la de él, marcada por cicatrices de batalla; la de ella, con callos de quien había sanado heridas, hizo que Aisha contuviera el aliento.
Horas después en el Estanque Sagrado
El estanque sagrado brillaba como una joya negra bajo la luz de la luna llena, sus aguas inmóviles reflejando el cielo estrellado como si contuviera otro mundo en su interior. Aisha se detuvo en el borde, sintiendo el frío de la piedra pulida bajo sus pies descalzos. A su alrededor, sombras silenciosas se alineaban: el Emperador, envuelto en capas de seda dorada, observaba con ojos calculadores; el general Dain, erguido como una espada clavada en la tierra, su mirada dividida entre Aisha y su príncipe; y los sirvientes del príncipe, con las cabezas gachas, como si temieran que hasta respirar fuera un sacrilegio.
Ragnar se acercó, su figura alta y poderosa proyectando una sombra que parecía devorar la luz de las antorchas. Llevaba ropajes de seda negra bordados con lunas plateadas, y cada movimiento suyo desprendía un aura de peligro contenido.
— ¿Crees que tu sangre bastará para domar lo que ni los dioses controlan? — preguntó, su voz cortante como el filo de una daga.
Aisha no levantó la vista. Sus dedos rozaron la superficie del agua, haciendo que pequeños círculos se expandieran.
— No vine a domarte, príncipe. Vine a entenderte.
Una risa fría escapó de los labios de Ragnar.
— Entonces eres tan ingenua como dicen. Nadie me entiende.
Se acercó más, hasta que el calor de su cuerpo rozó su espalda. Aisha sintió su aliento en su nuca, áspero y cargado de advertencias.
— Y si intentas manipularme con tus poderes de sanadora…
Ella finalmente lo miró, sus ojos azules brillando con una calma que contrastaba con la tormenta en los dorados de él.
— ¿Me matarás? — sonrió débilmente — Ya estoy acostumbrada a esa amenaza, su alteza.
Ragnar se quedó en silencio. Por primera vez en años, alguien no huía de él. Alguien lo miraba sin miedo, sin lástima, sin la obediencia falsa de quienes solo veían al monstruo, no al hombre.
Un gesto casi imperceptible cruzó su rostro, algo cercano a la vulnerabilidad, antes de que su máscara de arrogancia volviera a endurecerlo.
— El ritual — ordenó, extendiendo su mano hacia ella — la daga.
Aisha deslizó los dedos hacia el pequeño puñal que el general Dain le había entregado antes, pero antes de que pudiera sacarlo, las sombras alrededor del estanque cobraron vida.
Los guardias misteriosos del príncipe surgieron de la nada, sus máscaras de demonio reflejando el fulgor lunar. Uno de ellos se adelantó, arrebatándole el arma con un movimiento rápido.
— Ningún filo tocará tu piel sin mi permiso — murmuró Ragnar, tomando la daga de su guardián — Si alguien va a hacerte sangrar… seré yo.
Sus palabras eran una amenaza. Pero también una extraña forma de protección.
Con un movimiento preciso, Ragnar giró la hoja contra su propia palma. La sangre brotó, escarlata y espesa, goteando sobre el agua del estanque. Luego, sin romper el contacto visual con Aisha, le tomó la mano y repitió el corte en la suya.
Ella no gritó. No apartó la mirada.
Sus sangres se mezclaron en el agua, teñiéndola de rojo.
El estanque comenzó a brillar.
— Ahora — susurró Ragnar, apretando su mano herida contra la de ella — Sumérgelas.
Aisha obedeció. En el instante en que sus dedos tocaron el agua teñida, una corriente de energía los atravesó, como un rayo que los uniera. Ragnar contuvo el aliento, sus ojos dorados brillando con una intensidad sobrenatural.
— ¿Lo sientes? — preguntó, su voz ahora ronca, casi humana.
Ella asintió. No era dolor. No era paz. Era algo más profundo.
Algo que los ataba. No era magia. Era memoria.
El general Dain observaba desde las sombras, los puños apretados hasta que los nudillos palidecieron. Cada gota de sangre de Aisha en el agua le quemaba como si fuera veneno.
«Debo protegerla… Pero mi lealtad es al príncipe»
Mientras los sirvientes se dispersaban, el general Dain observó cómo la distancia entre ellos se acortaba, como si el príncipe deseara susurrarle cosas que nadie más debía escuchar.
«¿Protegerla de él? ¿O protegerlo de ella?»
El agua del estanque, ahora teñida de rojo oscuro, brillaba bajo la luna como un espejo de sangre que reflejaba las estrellas como lagrimas congeladas. Ragnar no vaciló. Con un movimiento fluido, desató el cinturón de su túnica negra y dejó que la seda resbalara de sus hombros hasta caer al suelo.
Aisha contuvo el aliento.
Nunca había visto el cuerpo de un hombre desnudo. Menos el de un príncipe guerrero.
Ragnar era tallado como una estatua de los antiguos dioses de la guerra: hombros anchos, músculos definidos por años de combate, piel dorada marcada por cicatrices que contaban historias de batallas ganadas y bestias domadas. Una herida particularmente larga cruzaba su costado izquierdo, como si algo hubiera intentado partirlo en dos y fallado.
— ¿Te asusta mi piel, sanadora? — preguntó, burlón, mientras avanzaba hacia el agua.
Ella desvió la mirada, las mejillas ardientes.
— Solo me pregunto cuántas de esas cicatrices fueron hechas por tu maldición y cuántas por tu arrogancia.
Ragnar rio, un sonido raro y genuino, antes de sumergirse en el estanque. La sangre se arremolinó alrededor de su torso, pegándose a su piel como un segundo manto. El Emperador, desde su sitial elevado, observaba con ojos impasibles, pero sus dedos se tensaron alrededor del dragón tallado en su cetro.
— Los rituales exige purificación, no modestia — murmuró el soberano, como si leyera los pensamientos de Aisha — observa, niña. Así es como se domina una bestia.
Ragnar cerró los ojos, sumergiéndose por completo. Durante un instante, el agua quedó inmóvil. Luego, la superficie se agitó. Algo bajo ella latía, como si el estanque mismo tuviera corazón.
Cuando el príncipe emergió, el agua que escurría de su cabello era cristalina otra vez.
La sangre había desaparecido.
— Tu turno — dijo, extendiendo una mano hacia Aisha, desafiándola a no retroceder — A menos que prefieras que el emperador crea que todo esto fue un engaño.
El general Dain, en la sombra, apretó los dientes.
Aisha miró el agua cristalina, luego a Ragnar, cuya sonrisa era un desafío. Sabía que, si entraba, nada sería igual. Pero cuando sus dedos rozaron la superficie, algo bajo el agua... la agarró.
El general Dain dio un paso adelante, espada en mano, pero ya era tarde. Las sombras del estanque se cerraron sobre ella, y la última cosa que escuchó fue la voz de Ragnar, grave y urgente.