El salón del consejo olía a incienso de sándalo y ambición.
Ragnar, sentado en el trono secundario reservado para el heredero, observaba a los funcionarios con una calma que solo podía nacer de años reprimiendo el instinto de desgarrar gargantas. Los hombres, vestidos con túnicas de seda grisácea que los hacían parecer buitres posados, inclinaron la cabeza en una reverencia que no llegaba a ser sincera.
— Alteza — comenzó el ministro de Ritos, un hombre de voz melosa y ojos como dagas — el sol de Su Majestad desciende hacia el ocaso, y aunque rezamos por su larga vida… un trono sin raíces es banquete para los cuervos.
Uno de los más jóvenes, con una cicatriz que le cruzaba el cuello, se atrevió a añadir:
— Un príncipe sin heredero es como un árbol sin raíces. El viento de la traición podría derribarlo.
Ragnar apretó los puños bajo la mesa. La imagen del niño montado en el lobo blanco — su hijo — resurgió en su mente como un relámpago. El eclipse se acercaba, pero estos hombres solo ve