El salón del consejo olía a incienso de sándalo y ambición.
Ragnar, sentado en el trono secundario reservado para el heredero, observaba a los funcionarios con una calma que solo podía nacer de años reprimiendo el instinto de desgarrar gargantas. Los hombres, vestidos con túnicas de seda grisácea que los hacían parecer buitres posados, inclinaron la cabeza en una reverencia que no llegaba a ser sincera.
— Alteza — comenzó el ministro de Ritos, un hombre de voz melosa y ojos como dagas — el sol de Su Majestad desciende hacia el ocaso, y aunque rezamos por su larga vida… un trono sin raíces es banquete para los cuervos.
Uno de los más jóvenes, con una cicatriz que le cruzaba el cuello, se atrevió a añadir:
— Un príncipe sin heredero es como un árbol sin raíces. El viento de la traición podría derribarlo.
Ragnar apretó los puños bajo la mesa. La imagen del niño montado en el lobo blanco — su hijo — resurgió en su mente como un relámpago. El eclipse se acercaba, pero estos hombres solo veían el hoy. Sonrió, mostrando los colmillos que siempre escondía entre los humanos.
— ¿Sugieren que visite a las concubinas? — preguntó, jugueteando con un cuchillo ceremonial que había sobre la mesa.
El ministro de Guerra, un veterano con manos callosas, asintió:
— Es su deber. Y nuestra recomendación.
La palabra “deber” sonó como un grillete. Ragnar se levantó, su sombra alargándose sobre los mosaicos que mostraban dragones devorando lunas.
— Que sea esta noche — ordenó, dejando caer el cuchillo. La hoja se clavó en la mesa, vibrando—Pero elijan ustedes. No gastaré mi tiempo en seleccionar carroña.
Mientras los ministros intercambiaban miradas de victoria, en el Pabellón de Invierno, el viento arrastraba pétalos de ciruelo hasta los pies de Aisha.
Ella, sentada frente al espejo de jade, observaba cómo su doncella desenredaba su cabello. El peine de carey resbaló sobre una madeja rebelde, tirando sin querer. Aisha ni siquiera parpadeó.
— Las linternas escarlatas son hermosas, ¿verdad, Alteza? — murmuró la doncella más joven.
Aisha no respondió. En su reflejo, vio al animal de pelaje lunar acostado tras ella, sus ojos azules brillando con una pena que solo ellos dos podían comprender.
— ¿Saben cuánto tiempo estará el príncipe en el Pabellón de Jade? — preguntó de pronto, su voz tan serena que hasta ella misma se sorprendió, pero sus uñas se clavaron en el libro que sostenía.
Las doncellas intercambiaron miradas. Mei tragó saliva antes de mentir:
— No… no lo sabemos, Alteza.
Una risa fría escapó de los labios de Aisha. Sabía. Todos sabían. Las farolas rojas solo se encendían cuando un príncipe pasaba la noche completa con una concubina. Cuando consumaban.
El silencio que siguió fue tan cortante como el cuchillo que Ragnar había clavado horas antes. Aisha se levantó, dejando caer el libro. Las páginas abiertas mostraron un diagrama de batalla: flanqueos, emboscadas. Ninguna estrategia para esto.
— Dejen el cabello suelto — ordenó. Su túnica blanca, la misma que usó el día de la revelación, rozó el suelo de mármol frío — quiero estar sola — dijo y el lobo la siguió al jardín, mientras se preguntaba ¿cuándo había empezado a quererlo solo para ella? ¿Cuándo dejó de ser la Sanadora para convertirse en una mujer que anhelaba?
El Pabellón de Jade olía a jazmín y a mentiras. Ling Mei, la concubina elegida, se inclinó hasta rozar el suelo con la frente. Sus ropas, translúcidas como el ala de una libélula, no ocultaban su ambición.
— Alteza — susurró, alzando unos ojos pintados de oro — permita que esta humilde sierva le sirva.
Ragnar no la miró. Se sirvió una copa de licor de ciruela, bebiéndola de un trago. El alcohol ardía, pero no lograba borrar el recuerdo de Aisha curando sus heridas, sus dedos cálidos frente al fuego.
— Le permitiré que me sirva otra copa — dijo por fin, señalando la jarra.
Ling Mei se arrastró hacia él, sus dedos temblando como hojas envenenadas. Intentó rozar su mano, pero Ragnar retiró la suya.
— ¿No… no desea algo más, Alteza? — preguntó, deslizando una pierna desnuda junto a la suya.
En ese momento, un aullido lejano atravesó la noche. Ragnar cerró los ojos. Era el lobo. Solo Aisha podía hacerlo aullar así.
— Alteza — Ling Mei se subió a su regazo, envolviéndolo en un abrazo que apestaba a ambición —Déjeme darle un heredero.
Él la agarró de las muñecas, con una fuerza que hizo gritar a la mujer.
— Te acercaste demasiado — gruñó, sus ojos dorados brillando con furia animal — y hueles a mentiras.
El general Dain apareció en la entrada, su armadura brillando como una advertencia.
— El tiempo se agota, Alteza — dijo fríamente.
— Veinte minutos — anunció, sirviéndose otra copa — Y luego me iré a donde debo.
En el jardín, Aisha no lloró. No era la Sanadora por nada. Pero cuando el lobo blanco apoyó su cabeza en su regazo, algo se quebró dentro de ella.
— ¿Por qué duele tanto? — preguntó al cielo, abrazando al animal como si fuera el último fragmento de un mundo que se desvanecía.
El lobo lamió sus lágrimas, y por un instante, Aisha juró sentir los dedos de Ragnar en su nuca.
— Estoy siendo tonta — susurró, secándose las lágrimas con furia —. Él no es mío. Nunca lo fue.
Horas después, cuando la luna se ocultó y las farolas rojas del Pabellón de Jade se apagaron, Aisha dormía abrazada al lobo, exhausta. No escuchó la puerta abrirse, ni los pasos sigilosos de Ragnar al despojarse de la túnica perfumada a jazmines y arrojarla al fuego. Tampoco sintió cómo se deslizaba bajo las mantas, evitando con cuidado al animal que le lanzó una mirada de reproche.
Pero al amanecer...
El primer rayo de sol se colaba entre las cortinas de seda del Pabellón de Invierno cuando Aisha despertó con una sensación extraña: calor. Demasiado calor. Y algo pesado rodeando su cintura.
Abrió un ojo con desconfianza. Luego el otro.
— ¿Qué…? — susurró, sintiendo una respiración cálida en su nuca.
Giró la cabeza lentamente, y allí estaba: Ragnar, dormido como un oso en hibernación, abrazándola como si fuera un peluche de los dioses. Su cabello negro estaba despeinado, y roncaba levemente.
— ¡AAAAH! — gritó Aisha, retorciéndose como un gato en agua, intentando huir de él.
El lobo blanco abrió un ojo, miró la escena, y volvió a dormirse con un suspiro.
Ragnar despertó sobresaltado, recibiendo una patada en el estómago que lo lanzó directo al suelo.
— ¡¿Qué demonios, mujer?! — rugió, frotándose la espalda — ¡Te robé menos espacio que el lobo!
— ¡¿Y qué haces aquí, bestia?! — Aisha le lanzó una almohada bordada con dragones — ¡Fuiste al Pabellón de Jade!
Ragnar esquivó torpemente, aún medio dormido.
— ¡Me colé porque el suelo estaba frío! — mintió, incorporándose con elegancia felina a pesar de llevar la túnica de dormir al revés — además, ¿desde cuándo una concubina expulsa a su príncipe?
Aisha lo señaló con el dedo tembloroso, acusatorio.
— ¡Fuiste a visitar a la concubina Ling Mei! ¡Huele a… a… jazmín barato!
Ragnar se olió el brazo y arrugó la nariz.
— Tienes razón — dijo, desabrochándose la túnica de un tirón — mejor me la quito.
— ¡NO! — Aisha saltó de la cama, envuelta en su manto como una crisálida enfadada — ¡Sal de aquí ahora mismo!
Pero Ragnar era más rápido. La atrapó por las muñecas y la empujó contra los cojines de seda, quedando suspendido sobre ella con una sonrisa de lobo satisfecho.
— Celosa — canturreó, acercando sus labios a su oreja — te arde la sangre pensando que estuve con otra.
— ¡No! — Aisha intentó zafarse, pero él le inmovilizó las piernas con las suyas — ¡Y aunque lo estuviera, no es asunto tuyo!
Ragnar rió, una risa profunda que hizo vibrar el lecho.
— Mentira. Tus mejillas están rojas como granadas — murmuró, rozando su cuello con los dientes — Ahora sabes qué siento cada vez que te veo sonreírle a Dain.
— ¡No compares! — Aisha se retorció, sintiendo cómo su cuerpo traicionero respondía al contacto — ¡El general es un caballero!
— ¿Un caballero que te chupó el dedo como un postre? — Ragnar levantó una ceja burlona.
— ¡FUE PARA SANARLO! — grito, indignada.
La discusión fue interrumpida por un golpe en la puerta.
— Alteza — era la voz del general Dain, tensa — ¿Necesita ayuda para… ah… desalojar al príncipe?
Ragnar rodó los ojos. ¿Cómo era posible que la apoyara más a ella que a él?, cuando se suponía que había jurado la lealtad de su espada a su causa, que rápido pueden cambiar las lealtades.
— ¡Vete, Dain! ¡Estoy ocupado siendo acosado por una fiera!
— ¡ÉL es la fiera! — corrigió Aisha, logrando liberar una mano para pellizcarlo.
Ragnar soltó un gruñido, pero en lugar de enfadarse, se rió.
— No pasó nada con la dama Ling Mei, tonta— susurró, apoyando la frente contra la de ella — pasé cuarenta minutos bebiendo y veinte insultando su perfume. Dain puede confirmarlo.
Aisha lo miró con escepticismo.
— ¿Hiciste que el general… presenciara…?
— ¡¿QUÉ?! — Ragnar se incorporó de un salto, horrorizado — ¡No! ¡Estuvo fuera de la puerta! ¡Como un guardia normal!
— Ah — Aisha cruzó los brazos, tratando de ocultar su alivio — entonces solo fuiste a beber.
— Y a pensar en ti — añadió él, recostándose a su lado con las manos tras la nuca — ¿Sabes lo aburrido que es escuchar a alguien recitar poemas sobre tus ojos mientras tú estás imaginando cómo arrancarle la lengua?
Aisha no pudo evitar reír.
— ¿Le arrancarías la lengua?
— Solo si seguía comparando mis pectorales con "colinas de mármol" — Ragnar hizo una mueca — Fue perturbador.
El lobo blanco emitió un sonido que sonó sospechosamente a risa ahogada.
— ¿Ves? Hasta él se burla — señaló Aisha, aunque ya no estaba enfadada.
Ragnar la miró de reojo, jugueteando con un mechón de su cabello.
— Admítelo. Estabas celosa.
— Nunca — mintió ella, sonrojándose.
— Mentirosa — Ragnar la atrapó de nuevo, esta vez sin fuerza, solo jugando — si quieres, puedo jurarte que jamás tocaré a otra.
Aisha se quedó quieta, el corazón acelerado.
— ¿Por qué lo harías?
— Porque eres mía — dijo él, como si fuera lo más obvio del mundo — Y yo…— dudó, algo vulnerable en su voz — Odio compartir.
Antes de que Aisha pudiera responder, el lobo blanco se levantó y arrojó una manta sobre ellos con el hocico, como un padre cansado de sus hijos peleando.
Ragnar aprovechó para envolver a Aisha en un abrazo, enterrando la nariz en su cabello.
— Hueles mejor — murmuró — A hierbas y… ¿canela?
— Es el jabón — susurró ella, sin intentar escapar.
— No. Es tú esencia — Ragnar bostezó, el cansancio de la noche venciéndolo — quédate quieta. Quiero dormir…
Y así, entre risas sofocadas y el ronquido suave del lobo, el príncipe y la sanadora se durmieron entrelazados, ignorando las farolas rojas que aún colgaban fuera, ahora apagadas como brasas sin fuego.