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Capítulo 25: La Danza de los Dioses y los Hombres

La luna esa noche no era una simple espectadora.

Colgaba baja, enorme, como si quisiera descender y envolver el palacio entero en su luz plateada. Aisha la sentía en su piel, en su sangre, en el ritmo de su corazón. El lobo blanco, acurrucado a sus pies en la cámara privada, levantó el hocico de repente, sus ojos azules brillando con un conocimiento ancestral.

— ¿Me llamas? — parecía preguntar.

Aisha no respondió con palabras. Extendió su mano, tocando el frío pelaje del animal, y en ese instante, el mundo se desvaneció… Sumergiéndola en la oscuridad de los sueños…

Era el mismo bosque de sus visiones, pero esta vez la niebla era dorada, y los árboles susurraban en una lengua olvidada. Bajo un roble milenario, una figura la esperaba: Nyrith, pero no como en los grabados antiguos. No era un dios, ni una entidad lejana. Era simplemente… él.

— Hija mía — su voz era el viento entre las hojas, el crujido de la nieve bajo las pisadas.

Aisha quiso correr hacia él, pero sus pies no la obedecían.

— El lobo no es un mensajero — continuó Nyrith — es un presagio. Un futuro que ya está escrito en las estrellas.

— ¿Qué futuro? — preguntó ella, aunque en el fondo, ya lo sabía.

Nyrith sonrió, y en ese gesto, Aisha vio a Ragnar.

El equilibrio no se alcanza con sacrificios, sino con unión. Sangre de la Luna y sangre del Sanador. Sangre de lobo y sangre de hombre.

El lobo blanco apareció entonces entre los árboles, pero no era el mismo de antes. Era más joven, más pequeño, con ojos dorados como los de Ragnar y un pelaje que brillaba como la nieve bajo el sol.

— Tu hijo — susurró Nyrith — El Príncipe de la Luna.

Aisha despertó con un jadeo, el corazón acelerado. El lobo blanco la miraba fijamente, como si hubiera estado en su sueño con ella.

— Lo entiendo ahora — murmuró, acariciando su cabeza — Eres… él.

El lobo no negó, ni asintió. Solo se recostó sobre ella, protegiéndola con su cuerpo, como si supiera que pronto, la tormenta llegaría.

Unos días después…

El jardín de los ciruelos en flor era un lugar de paz. O al menos, eso creía Aisha antes de sentir esa presencia.

— No deberías estar aquí — dijo sin volverse, sabiendo exactamente quién se acercaba.

Kael emergió de entre los árboles, su rostro oculto bajo una capucha, pero sus ojos; tan parecidos a los de ella, brillaban con una mezcla de odio y curiosidad.

— ¿Por qué? ¿Tienes miedo de que el lobo me despedace? — escupió.

Aisha se volvió lentamente, estudiándolo. No había ira en su mirada, solo una tristeza infinita.

— No — respondió — porque este lugar es sagrado, y tú… todavía llevas luz en tu alma, aunque intentes apagarla.

Kael rió, pero el sonido fue áspero, forzado.

— ¿Luz? ¿Hablas de la misma luz que abandonó a mi madre para morir en la miseria mientras mi padre perdía los estribos por no saber cómo mantener en equilibrio la aldea?... la luz que ahora emana de ti mientras le das la espalda a los tuyos… mi padre murió en la locura.

Aisha no se inmutó.

— Nuestro padre — corrigió suavemente — Y sí. Esa misma luz.

Kael se quedó paralizado.

— ¿Qué…?

Ella no le dio tiempo de reaccionar. Con un movimiento suave, como si estuviera acariciando a un animal herido, le tocó la mejilla.

— Hermano — susurró.

Fue como si hubiera clavado un cuchillo en su pecho. Kael retrocedió, su rostro distorsionado por una furia repentina.

—¡No me llames así! — gritó, empujándola con violencia.

Aisha cayó hacia atrás, pero antes de que pudiera golpear el suelo, una sombra se interpuso.

— ¡BASTA!

El general Dain apareció como un rayo, su espada desenvainada y su mirada asesina. Kael, rápido como una serpiente, sacó un puñal y lo lanzó. La hoja rozó la mejilla de Dain, dejando un fino corte del que brotó sangre.

—¡Dain! — Aisha se levantó de un salto pronunciando el nombre del general por primera vez, Kael ya había desaparecido entre los árboles.

El general jadeó, llevándose una mano a la herida.

— No es nada, Alteza — murmuró, aunque su voz sonaba tensa.

Aisha no lo escuchó. Con dedos temblorosos, tomo la daga del general causándose una herida en el dedo antes de ofrecerlo.

— Bébelo — ordenó suavemente.

Dain la miró, confundido. ¿Por qué le daba su sangre cuando está ahora le pertenecía únicamente al príncipe?

— ¿Poe qué?

Ella acercó el dedo manchado de rojo a sus labios.

— Mi sangre sana, ¿lo olvidas? Bebe.

El general titubeó, pero al final, obedeció. Sus labios se cerraron alrededor de su dedo, chupando con suavidad, y un escalofrío recorrió el cuerpo de Aisha. La tensión entre ellos era palpable, eléctrica.

— ¿Mejor? — preguntó ella, voz baja.

Dain asintió, sin atreverse a hablar. Su respiración era agitada, y sus ojos, oscuros como la noche, no se apartaban de los de ella.

Fue entonces cuando lo sintieron.

— Vaya, vaya — la voz burlona de Zacarías cortó el aire como un látigo — ¿Debo avisar al emperador que su general está probando a la princesa?

Aisha giró, encontrándose con Ragnar y Zacarías bajo el arco del jardín. Ragnar no dijo nada, pero sus ojos dorados ardían con una intensidad que hacía temblar la tierra bajo sus pies.

— No es lo que parece — Dain se apartó de un salto, palideciendo.

Aisha, en cambio, no se inmutó. Con una sonrisa juguetona, se acercó a Ragnar.

— ¿Celoso, mi lobo? — murmuró, rozando su pecho con un dedo.

Ragnar no respondió. Pero cuando Dain hizo ademán de disculparse, el príncipe lo fulminó con la mirada.

— Si vuelves a tocarla — dijo, voz ronca — no habrá lugar en este imperio donde puedas esconderte.

Zacarías soltó una carcajada.

— ¡Por los dioses, esto es mejor que Los bailes de las cortesanas!

Pero nadie más estaba riendo.

Esa noche, cuando todos se retiraron, el lobo blanco se acercó a Ragnar.

El príncipe se tensó, pero el animal no lo atacó. En cambio, lo olfateó, como si reconociera algo en él.

— ¿Qué quieres? — gruñó Ragnar.

El lobo lo miró fijamente, y por un instante, Ragnar vio.

Un niño. Su hijo. Con los ojos de Aisha y la marca de la Luna en la frente. Montado sobre un lobo blanco, liderando un ejército de hombres y bestias hacia un amanecer sin guerra.

Ragnar retrocedió, aturdido.

— ¿Qué… demonios…?

El lobo se alejó, pero su mensaje estaba claro.

Este es tu destino.

Y por primera vez en su vida, Ragnar no tuvo miedo de él.

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