La luna esa noche no era una simple espectadora.
Colgaba baja, enorme, como si quisiera descender y envolver el palacio entero en su luz plateada. Aisha la sentía en su piel, en su sangre, en el ritmo de su corazón. El lobo blanco, acurrucado a sus pies en la cámara privada, levantó el hocico de repente, sus ojos azules brillando con un conocimiento ancestral.
— ¿Me llamas? — parecía preguntar.
Aisha no respondió con palabras. Extendió su mano, tocando el frío pelaje del animal, y en ese instante, el mundo se desvaneció… Sumergiéndola en la oscuridad de los sueños…
Era el mismo bosque de sus visiones, pero esta vez la niebla era dorada, y los árboles susurraban en una lengua olvidada. Bajo un roble milenario, una figura la esperaba: Nyrith, pero no como en los grabados antiguos. No era un dios, ni una entidad lejana. Era simplemente… él.
— Hija mía — su voz era el viento entre las hojas, el crujido de la nieve bajo las pisadas.
Aisha quiso correr hacia él, pero sus pies no la obedecía