El gabinete del príncipe heredero olía a tinta fresca y a la humedad del papel de arroz. Ragnar, sentado tras su escritorio de ébano tallado con dragones, escuchaba con medio oído las interminables disputas de sus ministros. El sol de la tarde se filtraba por las celosías, dibujando líneas doradas sobre los mapas desplegados.
— Alteza, las provisiones para la campaña del norte no alcanzarán si seguimos enviando recursos a los templos — argumentaba el ministro de Hacienda, con la voz tan afilada como su ábaco.
— Los templos son el corazón del pueblo — replicó el ministro de Ritos, con una sonrisa que no llegaba a sus ojos — sin las bendiciones de los dioses, ¿qué nos queda?
Ragnar masajeó sus sienes. Estaba a punto de responder cuando las puertas se abrieron con un suave crujido.
Todos giraron.
Aisha, vestida con una túnica de seda color jade, tan sencilla como elegante, avanzó con la serenidad de una diosa caminando entre mortales. Los funcionarios se inclinaron al unísono, aunque algunos lo hicieron con una rigidez que delataba su incomodidad.
— Sanadora Divina — murmuraron, como si el título fuera un conjuro que pudiera protegerlos de su impredecibilidad.
Ragnar no pudo evitar esbozar una sonrisa al recordar su último escándalo: "Te deseo", le había dicho frente a toda la corte, con la misma naturalidad con que se pide té.
— Aisha — la llamó, señalando el cojín de terciopelo a su derecha, un lugar reservado para consejeros… o consortes — ven.
Un susurro recorrió la sala. El ministro de Guerra, un hombre de cejas pobladas y cicatrices en las manos, tosió discretamente.
— Alteza, con todo respeto… ¿no sería más apropiado que la Sanadora se ocupara del tintero y los sellos? Estos asuntos son demasiado… complejos para una concubina.
Ragnar apoyó los codos sobre la mesa, entrelazando los dedos.
— ¿Estás sugiriendo que el Tesoro Sagrado del Imperio, honrado por el propio emperador, no tiene derecho a opinar sobre cómo se gobierna? — preguntó, con una calma que hacía temblar a los presentes.
El ministro palideció.
— No es eso, Alteza, pero…
— ¿Osas cuestionar las decisiones de tu príncipe? — cortó Aisha, sin alzar la voz. Sus ojos, sin embargo, brillaban con una luz peligrosa — los mapas no mienten señor ministro, pero los hombres sí.
Se inclinó sobre la mesa, señalando un punto cerca de la frontera norte.
— Este río está mal trazado — dijo — aquí no hay un valle, hay una garganta oculta. El agua fluye bajo tierra en esta época del año.
Ragnar arqueó una ceja.
— ¿Y cómo lo sabes?
Ella sostuvo su mirada, desafiante.
— Los que huyen de la guerra conocen mejor los terrenos que aquellos que la provocan.
El silencio que siguió fue tan denso que podía cortarse con un cuchillo. Ragnar estudió el mapa, luego a ella. En sus ojos, la admiración se mezclaba con algo más oscuro: ¿Cuánto había sufrido antes de llegar a él?
El ministro de Guerra abrió la boca para protestar, pero en ese momento, las puertas se abrieron de golpe. Un mensajero, vestido con los colores del emperador, se postró.
— Alteza — anunció, alzando un rollo de seda púrpura — su Majestad os invita a un banquete en el Pabellón Celestial. Usted… y vuestras concubinas.
Ragnar tomó el pergamino, pero sus ojos no se apartaban de Aisha. Ella no se inmutó, pero el lobo blanco, que había entrado sigiloso tras ella, gruñó bajito.
— Un banquete —murmuró el príncipe — qué oportuno.
Los ministros intercambiaron miradas. Todos sabían lo que significaba: el emperador estaba presionando. Un heredero debía ser anunciado pronto… y Aisha, por más Tesoro Sagrado que fuera, seguía sin darle un hijo.
— ¿Irás? — preguntó Ragnar, solo para ella.
Aisha sostuvo el pergamino con dedos firmes.
— Por supuesto — respondió, con una sonrisa que no prometía nada bueno — después de todo… soy tuya.
Y en ese momento, Ragnar supo que el verdadero peligro no era el banquete… sino lo que Aisha podría hacer en él.
El mensajero se retiró, pero la tensión en la sala permaneció, espesa como la niebla del amanecer. Los ministros intercambiaron miradas, midiendo el peso de la invitación imperial. Un banquete no era solo comida y vino: era un campo de batalla con copas de porcelana y sonrisas envenenadas.
Ragnar enrolló el pergamino con un gesto seco y lo dejó caer sobre la mesa.
— Bien —dijo, dirigiendo su atención de nuevo al mapa — ajustaremos las rutas de suministro según la corrección de la Sanadora.
El ministro de Guerra, aún incómodo, frunció el ceño.
— Alteza, ¿confiamos en información no verificada? Esos pasos nunca aparecieron en los informes de los exploradores.
— Porque los exploradores buscaban rutas para atacar, no para esconderse — respondió Aisha, sin levantar la voz, pero con una firmeza que cortó el aire como un cuchillo — los campesinos que huyen de las incursiones conocen cada grieta en las rocas, cada rama que puede sostener el peso de un niño.
Ragnar la observó, fascinado por la forma en que sus palabras dibujaban un mundo que él, criado entre estrategias de conquista, nunca había visto. ¿Cuántas veces había dormido bajo la lluvia? ¿Cuántas noches había pasado hambre? La idea le quemaba el pecho.
— Haremos una expedición de reconocimiento — ordenó — si el río está allí, lo usaremos.
El ministro de Guerra abrió la boca para protestar, pero un gruñido bajo y sordo lo detuvo. El lobo blanco, echado a los pies de Aisha, levantó la cabeza y mostró sus colmillos en una sonrisa que no era amistosa.
— Creo que es hora de un descanso — murmuró Ragnar, ocultando una sonrisa — el banquete es al anochecer. No querrán llegar tarde… o cansados.
Los ministros no necesitaron más indicaciones. Se inclinaron y retrocedieron hacia la puerta, aunque algunos lanzaron miradas cargadas de desconfianza a Aisha. Ella las ignoró, concentrada en trazar líneas invisibles sobre el mapa con la punta de un dedo.
Cuando la sala quedó vacía, Ragnar se recostó en su sillón.
— ¿Por qué ayudarme? — preguntó, sin rodeos — podrías haberte quedado callada y dejarlos cometer su error.
Aisha alzó la vista, y por primera vez, Ragnar vio algo vulnerable en sus ojos.
— Porque sus errores matarían a inocentes — dijo, como si la respuesta fuera obvia — y porque… — dudó, luego continuó con un susurro — porque no quiero que te conviertas en el tipo de príncipe que ignora las grietas en el mundo.
El lobo blanco se levantó y se acercó a Ragnar, apoyando su cabeza sobre el brazo del príncipe, como si también tuviera algo que decir.
Ragnar soltó una carcajada.
— ¿Ahora hasta tú me das consejos? — le dijo al animal, pero su voz era cálida. Luego, miró a Aisha — entonces, ¿qué hacemos con este banquete?
Ella se enderezó, y la vulnerabilidad desapareció, reemplazada por una chispa de desafío.
— Vamos — dijo — pero no como víctimas.
— ¿Oh? ¿Y qué propones?
— Que les recordemos por qué soy el Tesoro Sagrado — respondió, con una sonrisa que hizo que hasta el lobo erizara el pelaje — y por qué tú eres el heredero.
Ragnar sintió un escalofrío de anticipación.
— ¿Tienes algo en mente?
Aisha se inclinó hacia él, y su aliento, tibio y perfumado a canela, rozó su oreja.
— Deja que las concubinas susurren. Que el emperador sonría. Que todos piensen que controlan el juego… — susurró — hasta que sea demasiado tarde.
Ragnar la miró, y por primera vez en años, sintió que el futuro no era una carga, sino un desafío.
— ¿Y si el emperador insiste en un heredero?
Ella retrocedió, pero su sonrisa no se desvaneció.
— Entonces dile que los ríos ocultos siempre encuentran su camino.
Afuera, el sol comenzaba a descender, y las primeras farolas del palacio se encendieron, rojas como advertencias.