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Capítulo 21: Luna de lobos y jade.

El Pabellón de las Orquídeas Escarlata olía ahora a ciruelo en flor y a tinta fresca. Los biombos de seda, pintados con grullas en vuelo, filtraban la luz del atardecer, tiñendo todo de un dorado suave. Aisha, sentada en un cojín de brocado azul, sostenía entre sus manos una taza de porcelana fina, el vapor del té de jazmín dibujando espirales frente a sus ojos.

Lianhua, reclinada en un diván cercano, la observaba con una sonrisa que no llegaba a ocultar las sombras bajo sus ojos. Llevaba un sencillo vestido de lino blanco, sin los adornos habituales de su rango, y el cabello suelto sobre los hombros como una cascada de ébano. Entre ellas, en una cuna tallada con motivos lunares, la pequeña Meiying dormía, sus manitas aferradas a un amuleto de jade con forma de lobo.

— Nunca pensé que la Sanadora Divina aceptaría una invitación tan mundana como el té — murmuró Lianhua, pasando un dedo por el borde de su propia taza.

Aisha bajó la mirada — Nunca pensé que la favorita del emperador me invitaría — respondió, sincera.

Un silencio cómodo se extendió, roto solo por el susurro del viento entre los ciruelos del jardín privado. Lianhua fue la primera en romperlo.

— Sabes… cuando me llevaron al lecho de parto, ya había aceptado que moriría — confesó, la voz apenas un hilo de sonido — las concubinas no vivimos mucho después de dar a luz a una princesa… especialmente si es sana.

Aisha apretó la taza — ¿Por qué?

Lianhua sonrió, amarga — porque una hija del emperador, si es lo suficientemente hermosa o talentosa, puede ser un arma. Y las armas… necesitan manos que las empuñen. Las madres suelen estorbar.

El aire se espesó. Aisha recordó las miradas de los cortesanos hacia Meiying, ese brillo calculador en los ojos de Vladimir.

— Pero tú sobreviviste — dijo Aisha.

— Porque el emperador me protegió. Porque… — Lianhua cerró los ojos — porque ya perdí un hijo antes.

El dolor en esas palabras hizo que Aisha contuviera el aliento.

— Fue un niño — continuó Lianhua, los labios temblorosos — nació con los ojos del emperador, dorados como el sol. Duró tres días. Lo encontraron frío en su cuna… envenenado.

Aisha extendió la mano sin pensar, cubriendo la de Lianhua. La concubina no la rechazó.

— Por eso Meiying es un milagro — susurró Lianhua — y por eso el emperador no me ha nombrado emperatriz… sabe que, si lo hace, los príncipes verán a mi hija como una amenaza. Pero si no lo hace… — tragó saliva — algún día, cuando él ya no esté, Vladimir o cualquiera de sus facciones nos eliminarán.

Aisha sintió un nudo en el estómago — Ragnar no lo permitirá.

Lianhua la miró, seria — ¿Y tú? ¿Qué harás cuando seas princesa consorte? ¿Y después… emperatriz?

La pregunta la golpeó como un puñal. Aisha nunca lo había considerado.

— No… no soy de sangre noble. No puedo...

— Eres la Sanadora Divina — la interrumpió Lianhua — tu sangre vale más que cualquier linaje. Y si Ragnar llega al trono… tú estarás a su lado. Lo quieras o no.

El peso de esa verdad se instaló entre ellas. Fuera, el viento arrancó pétalos de ciruelo, esparciéndolos como nieve efímera sobre el estanque.

— Meiying es diferente — murmuró Aisha, cambiando de tema — la sangre de Nyrith… y la maldición de Ragnar… se mezclaron en ella-.

Lianhua asintió, serena — lo sé. Por eso te pedí que vinieras hoy — con movimientos cuidadosos, se inclinó sobre la cuna y levantó la manga diminuta de Meiying.

Allí, en la piel suave del bebé, se veían marcas.

No eran como las de Aisha, sino más sutiles, como hilos de plata bajo la piel.

— Empezaron a aparecer anoche — dijo Lianhua — y soñé… soñé con un lobo negro y una luna sangrante.

Aisha contuvo un jadeo — El eclipse.

— Sí — Lianhua apretó a su hija contra el pecho — y cuando llegue… esta corte se convertirá en un campo de batalla. Necesitamos aliadas.

Sus ojos, oscuros como la noche, encontraron los de Aisha.

— Tú y yo… somos madres, aunque de formas diferentes. Tú de esperanza, yo de carne. Pero ambas protegeremos lo nuestro — dijo — ¿Aceptarás mi amistad, Sanadora?

Aisha no lo dudó. Tomó la mano que Lianhua le tendía y la apretó con fuerza.

— No solo tu amistad — juro — sino mi protección. Por Meiying. Por ti. Y por el futuro que Ragnar y yo construiremos.

Lianhua sonrió, de verdad esta vez.

— Entonces brindemos — dijo, alzando su taza — por las mujeres que los hombres subestiman… y por las hijas que cambiarán este Imperio.

Y mientras el sol se ocultaba, Aisha supo que acababa de ganar algo más valioso que cualquier título:

Una hermana en la guerra que se avecinaba.

Un rato después el Jardín de los Suspiros Helados estaba desierto a esa hora de la noche, sus senderos de piedra musgosa brillando bajo la luz plateada de la luna creciente. Aisha caminaba entre los arbustos de peonías nocturnas, sus pétalos negros abiertos como bocas sedientas, cuando sintió el peso de una mirada cargada de veneno.

— Qué curioso encontrar a la Sanadora Divina vagando sola... ¿No temes que los lobos te devoren?

La voz, dulce como miel envenenada, le erizó la piel. Vladimir emergió de entre las sombras, su túnica de seda bordada con dragones dorados reluciendo bajo la luz de las linternas. Llevaba una sonrisa que no alcanzaba sus ojos fríos, y en su mano derecha, un abanico de hierro cerrado como un puñal.

Aisha no retrocedió — los únicos lobos que me preocupan son los que se esconden tras sonrisas de príncipes — respondió, manteniendo la voz firme.

Vladimir rió, el sonido tan calculado como el paso de una serpiente entre la hierba — Ah, pero mi hermanito ya no es el único lobo en esta corte, ¿verdad? — sus ojos se posaron en el brazalete de Aisha, donde las marcas de Nyrith pulsaban levemente — Meiying... qué nombre tan bonito para un experimento fallido.

Aisha apretó los puños — No la toques.

— ¿O qué? — Vladimir se inclinó hacia ella, su aliento cálido rozándole la oreja — ¿Me maldecirás, Sanadora? ¿O dejarás que Ragnar me arranque la garganta como el animal que es?

El aire se volvió espeso, cargado de la promesa de violencia. Pero antes de que Aisha pudiera responder, una voz cantarina cortó la tensión como un cuchillo rompiendo seda.

— ¡Vladi, Vladi, Vladi! ¿Acostumbras asustar a las invitadas del emperador? Qué mala educación... ¡Y eso que nuestra madre te hizo estudiar etiqueta con monjes tibetanos!

El séptimo príncipe, Zacarías apareció de la nada, balanceándose sobre los talones como un pájaro borracho. Su túnica, siempre desaliñada, estaba manchada de tinta y algo que olía sospechosamente a vino de arroz. Llevaba en brazos un gato negro de ojos dorados, que maulló en dirección a Vladimir como si lo estuviera insultando.

Vladimir no perdió la compostura, pero su sonrisa se endureció — Zacarías. Qué... oportuno.

— ¡Siempre lo soy! — El séptimo príncipe giró hacia Aisha, haciendo una reverencia exagerada. — Mi señora Sanadora, mi hermano el Carnicero Mayor requiere tu presencia inmediata. O, como él lo dijo: 'Si no la traes en cinco minutos, voy a ir a buscarla yo mismo'. Y créeme, cuando Ragnar 'va a buscar' algo, suele terminar con paredes derrumbadas.

Aisha no pudo evitar una sonrisa. Vladimir, en cambio, parecía a punto de estrangular a su hermano menor.

— No tienes por qué obedecer como un perro, Zacarías — dijo Vladimir, su voz goteando desprecio.

Zacarías se llevó una mano al corazón, fingiendo dolor — ¡Ay! Pero si yo solo soy el mensajero... aunque, pensándolo bien — agregó, ladeando la cabeza — me pregunto qué dirá el emperador cuando se entere de que interceptaste a su Tesoro Sagrado para amenazarla. De nuevo.

El músculo de la mandíbula de Vladimir se tensó. Sabía cuándo estaba en desventaja.

— Otro día, entonces — murmuró, inclinándose levemente hacia Aisha antes de desaparecer entre los arbustos, su silueta fundiéndose con las sombras.

Zacarías soltó un suspiro exagerado— dioses, qué tipo tan agotador. Ven, antes de que decida que prefiere matarnos a ambos y fingir un accidente trágico.

Mientras caminaban por los corredores del palacio, escoltados por los guardias silenciosos de Zacarías, hombres altos y cicatrizados que parecían más verdugos que sirvientes, el séptimo príncipe no dejaba de hablar.

— Por cierto, felicitaciones por tu futuro matrimonio — soltó de pronto, como si comentara el clima.

Aisha casi tropieza — ¿Qué?

— Oh, vamos — Zacarías rió, jugueteando con el collar de su gato — Ragnar no te lo ha dicho, ¿verdad? Típico de él. Bueno, pues ya está decidido. El emperador firmará el edicto después del eclipse. Tú, querida Aisha, serás princesa consorte... y luego, si todo sale bien, emperatriz.

Aisha se detuvo en seco — Eso es imposible. Yo no soy noble, ni…

— Eres la Sanadora Divina — la interrumpió Zacarías, por primera vez serio — eso te hace más valiosa que cualquier título. Además... — bajó la voz — Ragnar te quiere. Y en esta corte de víboras, eso es casi un milagro.

Antes de que pudiera responder, llegaron a las puertas de la oficina de Ragnar. Dos guardias con armaduras negras les franquearon el paso.

Dentro, Ragnar estaba inclinado sobre un mapa del Imperio, marcado con fichas rojas y negras. Alzó la vista al verlos entrar, sus ojos dorados brillando con alivio al ver a Aisha ilesa.

— Vladimir — gruñó, adivinando al instante.

— Sí, pero no te preocupes, ¡yo la rescaté! — Zacarías se dejó caer en un sillón, arrancando una carcajada al gato que ahora ocupaba su regazo — aunque, hablando de preocupaciones... tenemos un problema más grande.

Ragnar y Aisha intercambiaron una mirada.

— El eclipse — dijo ella.

— Y el Ritual — añadió Ragnar.

— Y el pequeño detalle de que, según mis espías, el anciano Chen ya tiene a alguien dispuesto a actuar en nombre de Vladimir — terminó Zacarías, sacando un pergamino de su manga — aquí. Los nombres de los que apoyarán el golpe cuando la luna se tiña de rojo.

Aisha tomó el pergamino, las marcas en sus brazos palpitando al contacto con la tinta oscura —¿Qué hacemos?

Ragnar se acercó, su presencia cálida y protectora a su lado — nos preparamos — dijo, su voz un rugido contenido — y cuando llegue el momento... les mostramos por qué no se juega con los lobos.

Zacarías sonrió, esa sonrisa suya que siempre ocultaba más de lo que revelaba — Ah, y lo del matrimonio... ¿nadie quiere hablar de eso?

Ragnar le lanzó una mirada que habría matado a un hombre común. Aisha, en cambio, sintió una oleada de calor subirle por el cuello.

— Después del eclipse — murmuró Ragnar, tomando la mano de Aisha — primero, sobrevivir. Luego... construiremos un futuro.

Y mientras sus dedos se entrelazaban, Aisha supo que, contra todo pronóstico, esa promesa valía más que cualquier juramento.

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