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Capítulo 13: Visitas con intenciones ocultas

El Pabellón de Invierno respiraba quietud aquella mañana. El aire, impregnado del aroma dulce de los ciruelos en flor que se filtraba por las celosías, se mezclaba con el humo tenue del incienso de sándalo. Aisha permanecía sentada frente al espejo de bronce, sus ojos azules fijos en el reflejo que le devolvía la imagen de una mujer que aún no terminaba de reconocerse.

Lián y Mei, sus fieles sirvientas, trabajaban en silencio. Lián trenzaba con destreza el cabello oscuro de Aisha, entrelazando hilos de plata y perlas que brillaban como lágrimas congeladas bajo la luz del amanecer. Mei, por su parte, aplicaba con delicadeza una pasta de polvo de oro y jazmín en sus párpados, realzando el azul profundo de sus ojos.

— El octavo príncipe podría visitarla en cualquier momento, Alteza — murmuró Mei, ajustando el último broche de jade en el tocado — Debe estar impecable.

Aisha no respondió. En lugar de eso, dejó que sus dedos rozaran la horquilla de plata que Ragnar le había regalado, sintiendo el peso frío del metal contra su piel. Era un recordatorio de su lugar en ese juego de poder, un símbolo de protección y, al mismo tiempo, de pertenencia.

— No es necesario tanto esfuerzo — dijo al fin, aunque permitió que continuaran. Sabía que su apariencia no era solo para Ragnar, sino para los ojos ávidos de la corte, siempre dispuestos a encontrar grietas en su armadura.

El sonido de pasos resonó en el corredor exterior, firmes y calculados, pero demasiado pesados para ser los de Ragnar. Las cortinas de seda se apartaron con un susurro, y en lugar del príncipe heredero, la figura imponente de Vladimir, el primer príncipe, llenó el umbral.

Lián y Mei se congelaron, las manos suspendidas en el aire como aves asustadas. Aisha, sin embargo, no se inmutó. Con la calma aprendida en las montañas, se levantó y realizó una reverencia perfecta, aunque no lo suficientemente profunda como para ser sumisa.

— Primer príncipe — saludó, su voz clara como el agua del arroyo — qué honor inesperado.

Vladimir sonrió, pero sus ojos, del color del ámbar oscuro, no reflejaban calidez. Avanzó con la elegancia de un tigre que olfatea su territorio, su túnica de brocado negro bordada con dragones dorados crujiendo levemente con cada movimiento.

— La belleza de este pabellón palidece ante la tuya, Aisha de los Nyrithar — dijo, deteniéndose a un paso de distancia. El olor a hierbas amargas y metal lo envolvía, una fragancia que hablaba de batallas y noches sin descanso.

Ella no retrocedió.

— ¿A qué debo al placer de su visita?

Vladimir hizo un gesto hacia la mesa baja donde el té humeaba en tazas de porcelana.

— Un momento de tu tiempo. Y quizá... una taza de ese té que tanto elogian.

Aisha asintió, señalando con un gesto a Lián y Mei para que sirvieran. Las sirvientas se movieron como sombras, sus miradas bajas pero alertas, preparando el servicio con manos que apenas temblaban.

— Me sorprende que el octavo príncipe te deje tan... desprotegida — comentó Vladimir mientras aceptaba la taza que Aisha le ofrecía. Sus dedos rozaron los de ella deliberadamente, pero ella retiró la mano sin prisa, como si no hubiera notado la provocación.

— No estoy desprotegida — respondió Aisha, tomando asiento frente a él — Lián y Mei son compañía más que suficiente.

Vladimir arqueó una ceja, sorbiendo el té con parsimonia antes de hablar.

— ¿Tan poca confianza tienes en mí que necesitas testigos?

— No es cuestión de confianza, Alteza — replicó ella, sosteniendo su mirada — sino de reputación. Una dama comprometida con otro príncipe debe cuidar sus acciones.

El primer príncipe soltó una risa baja, el sonido resonando como un trueno lejano.

— Qué encantadora es tu inocencia, Aisha. Pero dime... ¿sabes lo que vale una dama sin poder en esta corte?

El aire se espesó. Lián contuvo el aliento, y Mei apretó discretamente el mango de un abanico de acero oculto entre sus pliegues.

Aisha inclinó la cabeza, fingiendo curiosidad.

— Ilumíname, primer príncipe.

Vladimir se inclinó hacia adelante, su voz un susurro cargado de intención.

— Vale menos que el polvo bajo las botas de los hombres que sí lo tienen.

Ella no parpadeó.

— Entonces, ¿qué me sugiere?

Él sonrió, mostrando los colmillos.

— Cambiar de bando. El octavo príncipe es fuerte, pero yo... yo soy el futuro. Y a mi lado, podrías ser más que una sanadora. Podrías ser leyenda.

La propuesta flotó en el aire como una daga suspendida. Aisha dejó que el silencio se extendiera, saboreando el té amargo antes de responder.

— Qué generosa oferta, Alteza. Pero temo que mi lugar ya está decidido.

Vladimir no se inmutó, pero algo oscuro cruzó por sus ojos.

— El poder lo decide todo, Aisha. Incluso el destino de una concubina favorita.

Ella sostuvo su mirada, y por primera vez, permitió que una sonrisa fría se dibujara en sus labios.

— Quizá. Pero hay algo que el poder no puede comprar.

— ¿Oh? ¿Y qué sería?

— Lealtad.

El primer príncipe se quedó quieto por un instante, como si hubiera recibido un golpe invisible. Luego, rio, pero el sonido carecía de alegría.

— Qué pena. Esperaba que fueras más inteligente.

Se levantó, ajustando los pliegues de su túnica con un movimiento brusco. Antes de salir, se detuvo en el umbral y lanzó una última mirada sobre su hombro.

— Recuerda, pequeña sanadora... el poder es todo. Y cuando caigas, nadie estará allí para recogerte.

Las cortinas se cerraron tras él, pero el eco de sus palabras permaneció, envenenando el aire como un susurro maldito.

Lián y Mei se apresuraron a su lado, pero Aisha las detuvo con un gesto.

— No teman — murmuró, tomando la horquilla de plata entre sus dedos — los lobos solo atacan cuando huelen miedo.

Y mientras el sol ascendía, tiñendo los tejados del palacio de rojo sangre, Aisha supo que la partida apenas comenzaba.

Y ella no tenía intención de perder.

El camino hacia los aposentos del octavo príncipe estaba flanqueado por guardias de armadura negra, sus rostros ocultos bajo yelmos grabados con runas lunares. Aisha avanzaba con paso firme, el rumor de su vestido de seda roja rozando el mármol pulido, mientras Lián y Mei la seguían a una distancia respetuosa, sus cabezas ligeramente inclinadas. El aire olía a incienso de pino y tinta fresca, una mezcla que delataba la cercanía de las oficinas reales.

Al doblar la esquina, se encontraron con el general Dain, quien estaba revisando un pergamino con expresión severa. Al verla, sus ojos, fríos como el acero al amanecer; se posaron en ella con una intensidad que hizo que Mei apretara discretamente el abanico que escondía entre sus pliegues.

— Alteza — saludó el general, inclinándose apenas. Su voz era áspera, pero no faltó el respeto — el octavo príncipe está ocupado.

Aisha sonrió, como si no hubiera detectado la advertencia en sus palabras.

— Entonces tendré que desocuparlo.

Dain frunció el ceño, pero antes de que pudiera responder, las puertas talladas con dragones y lunas crecientes se abrieron, revelando el interior de la sala de consejos.

Ragnar estaba sentado tras una mesa cubierta de mapas y documentos, su túnica negra entreabierta en el cuello, dejando ver una cicatriz que serpenteaba hacia su clavícula. Alzó la vista, y sus ojos dorados brillaron con una mezcla de sorpresa y algo más oscuro al reconocerla.

— ¿Aisha?

Ella avanzó sin vacilar, deteniéndose justo frente a él para hacer una reverencia perfecta, aunque no tan profunda como dictaba el protocolo. Al enderezarse, notó cómo los consejeros y escribas intercambiaban miradas nerviosas.

— Mi príncipe — murmuró, con una dulzura que hizo que un sirviente dejara caer un tintero.

Ragnar arqueó una ceja, claramente intrigado.

— ¿Qué te trae por aquí, pequeña sanadora?

Ella sostuvo su mirada, inmune al peso de las miradas a su alrededor.

— Estaba pensativa.

El príncipe soltó un gruñido, señalando el asiento vacío a su derecha, un lugar reservado para consortes y aliados de confianza.

— Siéntate. Y dime qué tiene a esa mente tuya tan ocupada.

Aisha obedeció, acomodándose con una gracia natural que hacía parecer que el lujo del palacio le pertenecía. Cuando Ragnar se inclinó hacia ella, esperando una respuesta sobre estrategias o amenazas, ella colocó un dedo en su pecho, justo sobre el lugar donde latía su corazón.

— Tú.

La palabra cayó como una losa en el salón. El general Dain contuvo el aliento; Mei ahogó un gemido tras su abanico. Hasta el crujido de las botas de los guardias cesó.

Ragnar se inclinó hacia ella, los ojos dorados brillando como brasas.

— Repítelo — ordenó, su voz un rugido contenido.

Aisha no parpadeó.

— Te deseo. Te quiero. A ti.

El príncipe exhaló, lento, como si acabara de encontrar un veneno en su copa. Algo peligroso y tentador, brilló en su mirada. Ella inclinó la cabeza, como si la respuesta fuera obvia.

Un escriba se atragantó con su propio té.

Lián se puso tan roja como los ciruelos del jardín, y Mei apretó los puños para no reaccionar. Hasta el general Dain, siempre impasible, desvió la mirada hacia la ventana, como si de pronto el paisaje fuera lo más interesante del mundo.

Ragnar, por su parte, no supo si reír o maldecir.

— ¿Sabes lo que estás diciendo? — preguntó, estudiando su rostro en busca de alguna señal de burla.

Aisha parpadeó, confundida por su reacción.

— Claro. Es simple. No quiero joyas, ni palacios. Te quiero a ti.

El silencio que siguió fue tan denso que podía cortarse con una daga.

Ragnar se pasó una mano por el rostro, dudando por primera vez en su vida si ella entendía el peso de sus palabras. ¿Era esto inocencia? ¿Manipulación? ¿O algo más peligroso?

Finalmente, esbozó una sonrisa lenta, casi predatoria.

— Pues entonces, pequeña escurridiza... parece que tendré que enseñarte exactamente lo que significa desear a un príncipe.

Los consejeros tosieron al unísono, algunos murmurando excusas para retirarse. Hasta los guardias parecían querer desaparecer.

Pero Aisha no se ruborizó.

— Prometes mucho, mi príncipe — respondió, con una sonrisa que no era del todo ingenua — pero ¿cumplirás?

Ragnar rio, un sonido profundo y cargado de promesas que hizo temblar hasta los candelabros.

— Oh, sanadora... no tienes idea de lo que acabas de empezar.

Y mientras el sol se filtraba por los vitrales, pintando el suelo de rojo y oro, todos en la sala supieron una cosa:

Nada volvería a ser igual.

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