"Érase el dios de sangre dulce,
el que bajó descalzo entre los hambrientos, y en lugar de darles pan, les abrió las venas con sus propias manos.— Beban —, dijo, y su sonrisa era cálida como el primer sol, mientras los dientes de ellos — afilados por siglos de miedo — mordían su carne viva, hueso a hueso.No maldijo al último mordisco, no lloró cuando solo quedó su corazón palpitando en el barro. Sopló sobre los devoradores:— Llevad esto donde yo no pueda seguir —.
Y así fue: su pelo se volvió nieve, sus ojos, pozos sin fondo, pero sus palmas brillaban azules cuando sanaban. No fue la luna quien les dio el don, sino el amor de un dios que prefirió ser banquete antes que ver morir lo que amaba.
Ahora, cuando un Nyrithar cura, no es magia lo que fluye...es el último aliento de Nyrith,
repitiendo una y otra vez:—Valió la pena—."Así generaciones después una niña de cabello oscuro, crecía en las Montañas Vetharyn, asentamiento de Nyrithar.
El viento arrastraba el canto sagrado entre los pinos, pero Aisha no lo escuchaba. Agachada junto al arroyo, frotaba con furia sus manos sobre las aguas heladas, como si pudiera lavar su oscuridad. El reflejo que devolvía el agua era un insulto: cabello como tinta fresca en un mar de cabelleras blancas, ojos azules que no brillaban como los de su tribu.
— Maldita — susurró una voz infantil tras ella. Una piedra rozó su hombro.
Aisha contuvo el temblor de sus labios. Sabía que, si se volvía, solo vería el miedo en los ojos de los otros niños. El mismo miedo que había hecho a su madre tallarle un amuleto de hueso: "Para que Nyrith te vea, aunque no lleves su luz". Ahora el objeto pesaba en su pecho, agrietado como sus esperanzas. Lo apretó con fuerza, sintiendo los bordes afilados contra su piel, mientras el eco de las risas infantiles se perdía entre los árboles.
Aisha seguía agachada junto al arroyo cuando un grito lejano rasgó el silencio. El pueblo entero se congregó alrededor de algo que ella no quiso ver, pero el viento trajo el olor a hierro y lágrimas. El sol se arrastró hacia el oeste, tiñendo de sangre las nieves perpetuas, cuando el lamento llegó al poblado.
Isbel, la más hermosa de los Nyrithar, había sido devuelta. O lo que quedaba de ella: un mechón de pelo blanco atado con un hilo azul, empapado en una sustancia roja que brillaba con matices dorados, que solo sangraban los de su estirpe. La madre de Isbel lo apretó contra su vientre, donde alguna vez había crecido la vida ahora arrancada, y su gemido desgarró el crepúsculo.
— ¿Qué haremos? — Tánger, el líder, miró a los presentes con ojos nublados — El emperador exige otra concubina.
El silencio se extendió como una mancha. Hasta que Darién, el sanador principal, golpeó su bastón contra el suelo:
— Si enviamos a una sin don, el príncipe bestia nos exterminará como a perros.
— O no — interrumpió Harris, el más anciano, extendiendo una mano huesuda hacia las montañas — Nyrith no eligió a los perfectos. Eligió a los hambrientos.
Un escalofrío recorrió la asamblea. Todos supieron a quién señalaba.
Aisha no estaba allí para oírlo. En la penumbra de su choza, encontró a su madre tendida sobre las pieles de reno, el aliento entrecortado como un pájaro herido.
— No es justo — susurró, las manos de Aisha temblaron sobre el pecho de su madre, buscando un calor que ya no latía. ¿Por qué nunca brilló para mí?, pensó, mientras el amuleto de hueso le quemaba la piel como una acusación. Sintió el crujido de costillas bajo sus dedos. Un dolor agudo. Un gemido.
— Hija... — la mujer tomó el amuleto de hueso con dedos temblorosos y lo partió en dos — No llores… prométeme… prométeme que seguirás tu destino… — con dificultad entrelazo una de sus manos con la de su hija — eres… eres lo mejor… que me paso, Aisha…
Cuando el último aliento escapó de sus labios, Aisha juró que vio un destello azul en sus pupilas. No el azul de la vida, sino el de las profundidades donde Nyrith esperaba. Se quedó inmóvil, sosteniendo la mitad del amuleto aún caliente, hasta que un golpe en la puerta la sacó del trance.
— ¡Aisha! — la voz de Harris retumbó como un trueno — el consejo ha hablado. Tú irás.
Ella no se sorprendió. En el reflejo del cuchillo ritual de su madre, aquel que tantas veces había visto brillar bajo la luna, vio la verdad con terrible claridad: si Nyrith fue banquete, ella sería el cuchillo.
Y esta vez, no sangraría dulce.
— La fiebre la consumió rápido — mintió él cuando ingresó a la choza, evitando sus ojos.
Pero el cuenco aún olía a miel y raíces amargas, un aroma que Aisha reconocía de las trampas para lobos. Su pulso acelerado le gritó lo que su mente no quería aceptar: los del consejo habían acelerado el destino.
— Tendrás tiempo de llorar en el viaje — gruñó Harris, señalando a los guardias — recoge lo que necesites.
Aisha cerró los párpados, recordando las últimas palabras de su madre: "Sigue tu destino". Al abrirlos, su mirada se cruzó con la de Kael, su único amigo, que observaba desde la entrada con los puños temblorosos.
— Entiérrala bajo el pino sagrado — le susurró al pasar, deslizando la mitad del amuleto en su mano — que Nyrith la reciba antes de que yo llegue a la corte.
Kael asintió con los ojos húmedos, pero Aisha ya no miró atrás.
La llevaron a los baños termales, donde el vapor olía a flores de hierro y salvia. Las sirvientas le frotaron la piel con aceite de luna, un líquido plateado que hacía arder sus cicatrices.
— Purificamos tu oscuridad — cantaban mientras el agua se teñía de negro.
Aisha contuvo el dolor, pensando en los dos orbes azules que su madre le había entregado en secreto hace unas cuantas lunas. "Tu poder vital", le había dicho, escondiéndolos entre los pliegues de su mortaja. Ahora reposaban bajo su ropa, fríos como estrellas muertas. Era lo único que poseía de su madre… más allá de su triste recuerdo.
Cuando estuvo limpia, la vistieron como a una novia imperial:
Un vestido rojo, el color de la sangre de los dioses, bordado con hilos de oro que dibujaban constelaciones prohibidas... ese vestido le pesaba como una herida abierta… Era del mismo rojo que manchaba las nieves cuando Isbel fue devuelta, el mismo que brotaría si el príncipe bestia descubría su engaño…
Un tocado dorado con pinchos como rayos de sol, tan pesado que le obligaba a mantener la cabeza alta...
Polvo de diamante en los párpados, para que "brillara como las elegidas"...
— Así verá el príncipe que somos fieles — murmuró una sirvienta, ajustándole los brazaletes.
Aisha se sonrió en el espejo de bronce. El espejo le devolvió la imagen de una extraña: una novia imperial con ojos de veneno y un corazón que latía en azul oscuro. Que tiemblen, pensó mientras sonreía. Ahora soy la tormenta...
Las sirvientas habían terminado de ajustarle el tocado dorado cuando la puerta de cedro se abrió con un chirrido. Harris apareció en el umbral, su sombra alargándose como una mancha de brea sobre las paredes pintadas con runas.
— Fuera — ordenó, sin alzar la voz.
Las mujeres bajaron la cabeza y escaparon, dejando atrás el olor a aceite de luna y miedo. Aisha no se movió. Sabía que el reflejo en el espejo de bronce, esa extraña criatura vestida de rojo y oro; era ahora su única armadura.
Harris se acercó, sus dedos callosos recorriendo el borde de su tocado antes de hundirse en su cabello negro.
— Nunca entendieron tu belleza — murmuró, el aliento cargado de hidromiel podrido — pero yo siempre vi el fuego bajo tu oscuridad. Imagina lo que podríamos hacer si... te quedaras.
Su mano descendió por su cuello, rozando el lugar donde el amuleto partido había colgado. Aisha no retrocedió. En lugar de eso, alzó la mano y le apartó el rostro con un manotazo seco. El sonido resonó como un hachazo en la quietud de la sala.
— ¿De verdad no te da asco? — escupió las palabras, viendo cómo la sorpresa se convertía en ira en los ojos del hombre — ¿o acaso olvidaste que mi madre también tuvo tus manos encima?
Harris se quedó inmóvil. Ella aprovechó el silencio para clavar el cuchillo de la verdad.
— Sé que soy tu sangre. Lo supe el día que Kael me mostró el retrato de su madre y vi tus mismos ojos de buitre en él. Los mismos que tengo yo cuando la luz me da de lleno — una sonrisa fría le recorrió los labios — por eso la envenenaron, ¿no? Para que no me contara cómo los tres líderes la arrastraron al granero después de la cacería de invierno...
El golpe llegó antes de que terminara. Harris la empujó contra el espejo, haciéndole sentir el borde del metal contra la espalda.
— ¡Bruja mentirosa! — rugió, pero Aisha notó el temblor en sus manos.
— Mátame ahora — retó, escupiendo sangre sobre el vestido rojo — así le dirás al príncipe que su nueva concubina murió por la culpa de un cobarde que no soporta ver su pecado reflejado.
En ese instante, la puerta se abrió de golpe.
El general del ejército imperial, envuelto en una capa negra ribeteada de plata, observó la escena con desinterés profesional. Su voz cortó el aire como un látigo:
— Tánger me informó que la entrega sería sin... complicaciones — dijo, mirando a Harris con desprecio — la doncella viene conmigo.
Aisha se enderezó, limpiándose la boca con el dorso de la mano. El sabor a hierro y victoria era dulce.
— No soy doncella, no fui educada como tal — corrigió, sosteniendo la mirada del general — pero sí soy exactamente lo que el octavo príncipe necesita.
El general no se inmutó al ver la sangre en los labios de Aisha. En cambio, arqueó una ceja y avanzó con la elegancia de un lobo que olfatea debilidad. Las botas negras resonaron contra las tablas del suelo, cada paso calculado.
Harris retrocedió, palideciendo.
— Mi lord Dain — farfulló, inclinándose en una torpe reverencia— la muchacha está... alterada. No es más que una…
— Cállese — el general no alzó la voz, pero Harris se encogió como si le hubieran azotado.
Entonces, ante el asombro de todos, el general se arrodilló frente a Aisha. Con un gesto teatral, tomó su mano manchada de sangre y posó sus labios en sus nudillos. No fue un beso de cortesía: lo hizo lentamente, los dientes rozando su piel como una amenaza disfrazada de devoción.
— Qué lástima ensuciar un vestido tan hermoso — murmuró, mirándola de abajo arriba con ojos dorados — dígame, su alteza, ¿quiere algo antes de partir? Un último deseo, tal vez...
La voz le goteaba miel envenenada. Aisha no se sonrojó; sostuvo su mirada y respondió con la frialdad de una reina:
— Los tres líderes muertos. Pero no por tu mano. La mía.
El general soltó una carcajada, el sonido tan inesperado como el crujir de hielo bajo una pisada.
— ¡Directa! — se levantó, ajustándose los guantes — ¿ni siquiera te conformarías con este cerdo? — señaló a Harris, que gimoteaba junto al espejo.
— Todos o ninguno — ella no parpadeó — Y prefiero ninguno... por ahora.
Dain la estudió, la sonrisa desvaneciéndose en algo más peligroso: interés genuino.
— Tienes dieciocho años y hablas como una viuda de cuarenta — musitó — lástima que sea tarde para cumplir tu fantasía... — se inclinó hacia su oído, el aliento caliente en su piel — pero prometo encontrar ocasión. Después de todo, al príncipe le gustan las concubinas con... experiencia.
Aisha no se inmutó.
— Cuando ese día llegue — susurró, arrancándose un hilo dorado del vestido y enrollándolo en el dedo del general — te pediré prestada tu espada.
Dain contuvo una sonrisa. Luego, se volvió hacia la puerta y ordenó a los guardias:
— Llévenla al carruaje. Y tu — clavó una daga en la mesa, a centímetros de los dedos de Harris — si respiras cerca de ella otra vez, te arrancaré los pulmones y los usaré de pañuelo.
Al salir, Aisha no miró atrás. Pero sintió el peso de la promesa del general colgando entre ellos, tan tangible como el amuleto partido que ocultaba bajo su vestido.