El rumor se había convertido en tormenta.
Las calles del Imperio, antes llenas de reverencias hacia la Sanadora, ahora ardían con gritos de traición. "¡Impostora!" "¡Maldita!" "¡Su sangre nos enferma!" Las cosechas marchitas, los pozos secos, la fiebre escarlata que mataba a los niños, todo era culpa de Aisha. Y el pueblo, hambriento y asustado, necesitaba un sacrificio.
Esa noche, una multitud se agolpó frente a las puertas del palacio, antorchas en mano, rostros distorsionados por el odio y el miedo.
Ragnar estaba al borde del frenesí.
— No saldrás — rugió, bloqueando la puerta con su cuerpo. Las garras ya asomaban bajo sus uñas, su maldición luchando por liberarse — es una turba sedienta de sangre. Te despedazarán.
Aisha, en cambio, estaba tranquila. Demasiado tranquila.
— Nyrith no caminó entre los hombres con armaduras — dijo, desatando su manto. Luego, con gestos lentos, se quitó las sandalias y dejó caer su túnica exterior, quedando solo con una prenda blanca de lino, tan simple como las que usaban las sacerdotisas de antaño.
Dain, que había irrumpido en la sala con Sven y los guerreros Drekvir, palideció.
— Esto es suicidio — protestó el general, pero Aisha ya caminaba hacia el balcón.
— No — corrigió ella — es fe.
Cuando Aisha apareció en lo alto de las escalinatas del palacio, la multitud enmudeció por un instante.
Era una figura espectral bajo la luna: pies descalzos sobre el mármol frío, cabello negro como la noche, y esa túnica blanca que parecía brillar con luz propia.
— Venís por mi sangre — dijo, y su voz resonó como un canto ancestral — pues tomadla.
Sin vacilar, alzó un pequeño cuchillo ritual, el mismo que usaba para recolectar hierbas; y se cortó las venas de ambos antebrazos.
La sangre divina cayó como lluvia dorada sobre los escalones.
El pueblo contuvo el aliento.
Alguien gritó: "¡Blasfemia!", pero otro, un anciano encorvado, se arrojó al suelo y lamió las gotas que manchaban la piedra.
— ¡Es dulce! — lloró — ¡como el néctar de los dioses!
Y entonces, como si una maldición se rompiera, los enfermos entre la multitud comenzaron a toser… y a sanar.
Dain no pudo contenerse más.
— ¡Basta! — ordenó, señalando a los Drekvir para que cargaran — ¡Protéjanla!
Pero justo cuando los guerreros avanzaban, Aisha alzó las manos ensangrentadas… y el mundo se detuvo.
Sus ojos estallaron en un azul platino tan intenso que cegó por un instante. Su cabello, siempre negro como las alas de un cuervo, se volvió blanco puro, flotando alrededor de su rostro como niebla divina.
Y entonces, desde las sombras de la plaza, algo emergió.
Un lobo blanco, más grande que un caballo de guerra, con ojos del mismo azul que los de Aisha y un aura que hacía temblar la tierra. La multitud cayó de rodillas. Era el enviado de la diosa Luna, una criatura de leyenda que no se veía desde los tiempos del primer emperador.
El lobo avanzó con gracia sobrenatural y se postró a los pies de Aisha, lamiendo las heridas de sus muñecas hasta cerrarlas.
— La diosa ha hablado — gritó una mujer — ¡es su elegida!
El pueblo, que minutos antes clamaba por su muerte, ahora se prosternaba en llanto, rogando perdón.
El perdón de los dioses.
El lobo blanco alzó el hocico y aulló, un sonido que resonó en cada rincón del Imperio. Luego, con suavidad infinita, tomó a Aisha entre sus fauces, sin lastimarla; y la depositó sobre su lomo.
La multitud gritó en éxtasis, arrojando flores y joyas al paso de la criatura mientras entraba al palacio.
Ragnar, Dain y hasta Vladimir, quien observaba todo desde una torre lejana; no podían creer lo que veían.
El salón del trono vibraba con un silencio sepulcral cuando el lobo blanco cruzó las puertas, llevando a Aisha sobre su lomo como si fuera una reliquia sagrada. El emperador, sentado en su trono de jade negro, no se inmutó—al menos no donde los ojos de la corte pudieran verlo. Pero sus nudillos, aferrados a los brazos del trono, blanquearon por la presión.
— Hija de Nyrith — dijo, su voz tallada en hielo y autoridad — has traído un huésped… inesperado.
El lobo blanco, en lugar de postrarse como era costumbre ante el gobernante, lo miró directamente a los ojos. Un desafío. Una igualdad.
El aire se espesó.
Fue entonces que Meiying, en brazos de Lianhua, rió. Un sonido claro como campanas de cristal, rompiendo la tensión. La pequeña princesa extendió sus manitas hacia el lobo, como si reconociera a un viejo amigo.
El emperador cerró los ojos por un instante. Cuando los abrió, su decisión estaba tomada.
— El enviado de la Luna es bienvenido en este palacio — declaró, sellando el destino de Aisha como algo más que una sanadora, más que una princesa.
Ragnar no había dejado de gruñir desde que el lobo blanco entró.
— Esa cosa no es un animal — murmuró a Zacarías, mientras observaba cómo el lobo se acomodaba como un guardián frente a los aposentos de Aisha — es… algo más.
Sus propios ojos dorados brillaban con una inquietud inusual. La bestia dentro de él reconocía a otra. Pero donde la maldición de Ragnar era oscura, caótica, el lobo blanco era frío y calculador, como un río de plata bajo la luna.
Zacarías, por una vez, no bromeó.
— Según los textos antiguos, los lobos blancos solo aparecen cuando el linaje imperial está en peligro — musitó, jugueteando con su amuleto de zafiro — O cuando una nueva dinastía está por nacer.
Ragnar lo miró con furia, pero antes de que pudiera responder, el lobo giró la cabeza hacia ellos.
Sus ojos azules los atravesaron, como si leyera sus almas.
— ¡Vaya, hermanito! Parece que por fin tienes competencia en el departamento de 'criaturas sobrenaturales aterradoras' — dijo Zacarías, forzando su tono despreocupado mientras se ajustaba la túnica.
Pero hasta su gato negro, normalmente imperturbable, se escondió bajo su manga, silbando.
— Ese lobo no es de este mundo — añadió Zacarías, más serio — Y si la Luna lo envió… ¿para qué?
Ragnar no respondió. Porque en el fondo, ya lo sabía…
Mientras la corte era un nido de víboras, y ahora, tenían nuevo veneno para escupir.
— ¿Y si el lobo es su verdadero esposo? — cuchicheaba una concubina en los jardines — dicen que los Nyrithar se casan con espíritus.
— No, tonta — refunfuñaba un sirviente — es su verdadera forma. ¡La sanadora es una diosa caída!
Pero el rumor más peligroso vino de los labios del anciano Chen, quien, tras ser presionado por Vladimir, murmuró en los oídos correctos:
— El lobo blanco solo aparece cuando un emperador indigno gobierna… ¿Será que los dioses rechazan al actual?
En el palacio del primer príncipe, este rompió otro jarrón esa noche.
— ¡No solo tiene a mi padre, a Ragnar y a los malditos bárbaros de su lado, sino que ahora también a un dios lobo?! — rugió, mientras Kael observaba desde las sombras, sonriendo.
— El lobo no es invencible — susurró el Nyrithar — todo espíritu tiene un lazo con este mundo… y todo lazo puede cortarse.
Vladimir lo miró, codiciando esa idea.
— Encuentra cómo.
En la privacidad de sus aposentos, Aisha tocó el hocico del lobo blanco.
— ¿Eres… él? — preguntó, recordando las leyendas de Nyrith, quien en los tiempos antiguos tomaba la forma de un lobo para caminar entre los mortales.
El lobo no asintió. No negó.
Solo puso su cabeza sobre su regazo, como si supiera que ella ya tenía la respuesta.
Afuera, el pueblo seguía cantando, las flores seguían amontonándose en las puertas.
Siete días y siete noches, el pueblo permaneció frente al palacio, rezando. Dejaban ofrendas no solo flores, también frutas, cintas con oraciones escritas en sangre. Temían el castigo divino por haber dudado.
Y en lo más profundo de la biblioteca imperial, el anciano Chen quemó el pergamino que hablaba del "Ritual del Eclipse".
— Estamos perdidos — susurró.
Porque ahora, Aisha no solo era la Sanadora.
Era la elegida dela luna.