El Pabellón de Invierno olía a aceites de flores y a la tensión silenciosa que precedía a toda tormenta. Aisha, de pie frente a su espejo de jade, observaba cómo sus doncellas ajustaban los últimos detalles de su atuendo.
—"No como una concubina" — había ordenado.
Y no lo era.
Vestida con una túnica de seda color plata, el tono de la luna fría, bordada con hilos azules que dibujaban constelaciones olvidadas, Aisha parecía una sacerdotisa de tiempos antiguos más que una consorte. Su cabello, recogido en una intrincada trenza adornada con pequeñas flores de jade, dejaba al descubierto la marca sagrada en su cuello: el símbolo que la proclamaba Tesoro del Imperio.
Aisha observaba a sus doncellas con una calma calculada cuando, justo al ajustar el último broche de jade, la puerta se abrió con un susurro de seda.
— Alteza, el príncipe… — la doncella Mei interrumpió sus pensamientos, conteniendo una sonrisa — ha enviado esto.
Sobre un cojín de terciopelo negro descansaba un brazalete. No de