El sol caía lento sobre Londres, tiñendo los ventanales con un fulgor dorado. El aire todavía guardaba el calor de la tarde cuando Oliver estacionó su coche en la entrada de la mansión Lancaster. Silbaba una melodía ligera mientras cerraba la puerta del vehículo y ajustaba bajo el brazo las carpetas que traía consigo. Iba sin prisa, con ese aire despreocupado que lo caracterizaba, como si nunca nada en el mundo pudiera inquietarlo.
Tocó apenas una vez la puerta antes de empujarla con naturalidad. Branwen ya lo esperaba.
—Señor Oliver —lo saludó con una leve inclinación.
—Branwen, me da gusto saludarte, y saber que no has salido corriendo de aquí todavía —respondió él con una sonrisa descarada y un guiño, como siempre—. ¿Todo en orden? ¿O debo preparar un discurso para aplacar a Kerem? —preguntó con una ligera sonrisa.
—El señor lancaster lo espera en la oficina —dijo ella, sin más comentario, aunque en el fondo siempre parecía divertirse con el descaro del rubio.
Oliver avanzó po