Lena cerró la puerta de su habitación con más fuerza de la necesaria. Y aunque el golpe fuerte de la madera no le trajo calma, al menos le dio una ínfima sensación de control. La oscuridad de la estancia la recibió como una vieja aliada, cómplice silenciosa de su enojo. Caminó con pasos decididos hasta la cama, donde junto al buró, una pequeña caja de madera albergaba a sus únicos confidentes.
—Vamos, chicos… —susurró con la voz aún temblando de rabia mientras abría la tapa.
Los pequeños ratones salieron al instante, agitando sus naricillas y corriendo entre sus dedos como si percibieran su agitación. Lena se sentó en la cama y les dejó unas migajas de pan duro, las únicas que le sobraban, observando cómo las tomaban con entusiasmo.
—¿La vieron? ¿Esa mujer? —exhaló con incredulidad, cruzando los brazos—. ¿Será su novia? —preguntó, con voz baja.
Los ratones no respondieron, claro, pero uno de ellos alzó la cabeza como si estuviera tan confundido como ella.
—No me imagino a Don Amar