Lucía corría de un lado a otro con el cesto de mimbre colgado en el brazo, tan entusiasmada que apenas le importaba lo rápido que se le llenaba. Sus cabellos se movían con cada salto y su risa se escuchaba clara en medio del viñedo. Oliver, con la paciencia de alguien acostumbrado a dirigir, la seguía a su ritmo, sin perderla de vista.
—No arranques de golpe, Lucía —le decía en tono calmado, inclinándose para mostrarle—. Mira, corta aquí, justo por encima del tallo. Así el racimo no se estropea.
Lucía observaba atenta, copiando el movimiento con sus manitas pequeñas.
—¿Y estas? —preguntó señalando unas uvas más oscuras.
—Esas son de las que dan el vino más fuerte —explicó él con una media sonrisa—. No se cortan todavía, necesitan un poco más de sol.
Ella lo miró con un brillo curioso en los ojos y asintió, como si acabara de recibir un secreto importante. Oliver la dejó avanzar, enseñándole a distinguir entre lo que estaba listo y lo que debía esperar. A cada paso, su voz grave y paus