Las caderas de Lena se mecían con un ritmo cada vez más frenético mientras las manos grandes de Kerem se aferraban a su cintura. Él no podía verla, pero cada movimiento lo sentía grabado en la piel. Sus pechos pequeños rebotaban con cada embestida, los pezones erectos rozaban su pecho y lo hacían gruñir bajo, excitado. Los labios de ella estaban entreabiertos, húmedos, dejando escapar gemidos que se mezclaban con su respiración desbocada.
Kerem estaba tendido en la cama, recargado en el espaldar, con Lena montándolo, y cada vez que ella se deslizaba hasta el fondo lo hacía gemir con un sonido grave, gutural, cargado de posesión. Sus dedos se clavaban en la carne de su cadera, guiándola, obligándola a mantener el ritmo que lo volvía loco.
El sudor resbalaba por sus sienes, pero lo que lo consumía no era el calor, sino el contraste brutal en su mente. Él era demasiado grande, y Lena se sentía pequeña en comparación, apretada y lo fascinaba.
Para Kerem, esa supuesta muerte de Marla lo te