Aquella noticia sobre la muerte de Marla Kensington era una vil mentira.
En realidad, seguía con vida.
La oficial que entró a su celda no había hecho más que cumplir un encargo bien pagado por Celeste Lancaster. La golpeó con un lazo hasta cansarse, dejándola medio inconsciente, cubierta en sangre y con la piel abierta. Creyó que estaba muerta. Más no comprobó el pulso. No se detuvo a mirar dos veces.
Era sabido que el dinero movía montañas, bastaba con pagar lo suficiente a los indicados y asegurarse de que todos sostuvieran la misma versión: que Marla se había quitado la vida en una celda aislada. Con eso, el expediente quedaba cerrado y Celeste podía dormir tranquila.
Pero Marla no había muerto. Su cuerpo maltrecho fue abandonado como un desecho, y cuando aún respiraba con dificultad, otra mano la encontró.
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Marla se estremeció cuando el paño empapado en alcohol volvió a rozar la piel de su espalda. Un ardor insoportable le recorrió el cuerpo entero y soltó un gemido apagado, con