Pasaron solo pocas horas cuando un auto se detuvo frente a la reja de hierro forjado. La mujer en el asiento trasero levantó la vista hacia la casa que se alzaba más allá del sendero de grava. Su rostro no mostró impresión alguna, solo la misma rigidez con la que había descendido del avión esa mañana. Se llamaba Margaret Doyle, y estaba ahí por un motivo muy específico: evaluar a Kerem Lancaster, al hombre que pedía la tutela legal de una niña.
Branwen, salió de la casa para recibirla. Llevaba un delantal gris y el cabello recogido. Saludó con educación, aunque sin exceso de sonrisas.
—Señora Doyle, bienvenida —mencionó, apenas escuchó el nombre de la mujer y el motivo de su visita.
La visitante inclinó apenas la cabeza, sin cambiar su expresión. Tenía el ceño fruncido de manera permanente, los labios rectos, y en la mano derecha sostenía un cuaderno de tapa dura.
—Gracias —respondió con sequedad, antes de volver a observar la propiedad.
Mientras caminaba hacia la entrada, el aire húm