Lena tenía las cartas entre sus manos. Aquellas hojas escritas en braille que Oliver le había entregado con gesto serio. El simple hecho de sostenerlas le temblaba el pulso, como si supiera que cada palabra contenía un pedazo de Kerem, de lo que había callado durante casi siete meses.
Se acomodó en el sillón de la habitación y comenzó a leer, lo que la profesora había transcrito para ella. La primera frase le hizo doler el pecho: “Hoy sentí dolor, Lena. Pero lo soporto, porque si algún día logro verte, sabré que todo valió la pena”.
El aire se le atoró en la garganta. Imaginó su voz pronunciando aquello, imaginó sus ojos ardiendo tras una de esas terapias de las que apenas habían hablado. Sintió rabia y ternura, amor y culpa. Continuó leyendo, con lágrimas acumulándose en sus pestañas.
La siguiente carta la quebró: “Si supieras lo difícil que es no llamarte. A veces tomo el teléfono, marco tu número y me detengo antes del último dígito. Porque si escucho tu voz, Lena, sé que me perder