Lo primero que hago cuando me acerco es quedarme inmóvil.
Lena está ahí, justo frente a mí, y por un instante siento que todo lo que fui capaz de soportar en mi ausencia —el dolor, la incertidumbre, los meses de recuperación, la oscuridad misma— cobra sentido.
Sus labios tiemblan.
Su respiración se entrecorta.
Y cuando sus ojos se llenan de lágrimas, algo dentro de mí se contrae con fuerza. Me arde el pecho, me quema la garganta. Detesto que llore, pero la furia se mezcla con un placer más primitivo, con ese deseo oscuro que me dice que ella está llorando porque me extrañó, porque le duele que me haya ido.
No puedo dejar de mirarla.
Es una adicción inmediata.
Cada gesto suyo, cada lágrima que resbala por su mejilla, cada movimiento torpe de sus manos al cubrir su boca… todo me destruye y me reconstruye a la vez. Quisiera avanzar y secar su llanto, pero parte de mí disfruta verlo. Me hace sentir real. Me hace sentir que sigo siendo parte de ella.
—Volviste… —susurra con la voz t