El asombro de Celeste al ver a su hijo había sido grande, pero lo que Kerem sintió al reconocerla así superó cualquier sorpresa: la mujer elegante que recordaba se había desvanecido; en su lugar estaba alguien que la vida había quebrado. Su ropa, su gesto, la manera en que las manos le temblaban delante del pecho —todo hablaba de un tiempo insoportable—. Kerem dio un paso adelante, el asombro mutó en alarma, y la calma que había sostenido se quebró en una sola frase.
—¿Qué carajos ocurre? —exigió, la voz cortante—. ¿Dónde estuviste? ¿Por qué vuelves vestida así y sin una explicación?
Celeste bajó la vista. La mirada de Lena, de Branwen, de los empleados se posó sobre ella con una mezcla de curiosidad y condena. Un rubor de vergüenza la incendió; se sintió pequeñísima bajo aquellas miradas. El nudo en su garganta creció hasta doler. Por un instante el aire le faltó. Parecía una vagabunda. Una mujer que había habitado las calles.
Kerem, sin esperar respuesta, hizo un gesto seco y ordenó