La mañana rompía lentamente sobre Londres, pero la celda en la que Marla estaba detenida permanecía fría y silenciosa. La luz de las rejas dibujaba líneas rectas sobre el suelo mientras ella, con los brazos cruzados y la mandíbula tensa, evaluaba cada sonido que llegaba desde los pasillos del centro de detención. Sus pensamientos se agitaban con rapidez; sabía que todo estaba en su contra y que Kerem Lancaster no dejaría que nada se interpusiera entre ella y la justicia que deseaba para las malditas huérfanas. Pero aún tenía un recurso, alguien dispuesto a protegerla, aunque eso significara manipular la ley.
Un golpe seco resonó en la puerta de la celda. Marla levantó la vista y frunció el ceño al ver al hombre que entraba sin esperar invitación. Su traje oscuro y la manera con la que sostenía el maletín dejaban claro que no era un visitante común.
—Buenos días, señora Kensington —dijo el hombre, con voz firme y segura—. Soy Damián Montclair, su abogado. He sido enviado para manejar s