Los días en la casa de Punta Mogotes se convirtieron en una rutina de una normalidad casi psicótica. Por la mañana, Selene sometía a Mar a un entrenamiento brutal junto al mar. Ya no en el arroyo. La llevaba a los acantilados, al escenario de la masacre. La obligaba a enfrentarse a sus fantasmas, a usar el poder del océano, inmenso e indomable, como su espejo. Florencio, desde la distancia, observaba a través de unos binoculares, actuando como vigía, un león inquieto guardando a las dos brujas de su manada.
—¡Sentilo! —le gritaba Selene, su voz compitiendo con el rugido de las olas—. ¡El océano no es tu amigo! ¡Es un monstruo! ¡Y para dominarlo, tenés que ser un monstruo más grande que él!Mar, desesperada y aterrorizada, lo intentaba. Y poco a poco, lograba crear pequeñas olas, alterar las corrientes, demostrando un control que crecía