El eco del grito de Mar se desvaneció, dejando en la cabaña un silencio denso y vibrante, como el aire después del paso de un rayo. Florencio sostenía a Selene en sus brazos, sintiendo el temblor de su cuerpo, el agotamiento que era más profundo que el de cualquier batalla física. La miró: su rostro pálido y cubierto de un fino sudor, un hilo de sangre seca bajo su nariz, los ojos cerrados. La vulnerabilidad que emanaba de ella en ese momento era tan absoluta que le provocó una punzada de dolor protector en el pecho.
La llevó en brazos hasta la habitación y la depositó suavemente sobre la cama. Ella apenas se movió, sumida en un estado de agotamiento que bordeaba la inconsciencia. Él le limpió la sangre del rostro con el dorso de su pulgar, un gesto de una ternura que, en otro contexto, lo habría aterrorizado. Le quitó las botas y la cubrió con la manta. Se quedó un momento a su lado, observándola respirar, la complejidad de sus sentimientos hacia ella un nudo en su garganta. Era una