El aire en la cabaña se había vuelto denso, con la textura de un secreto a punto de pudrirse. Afuera, la noche era un manto de tinta, indiferente. Adentro, tres corazones latían a un ritmo discordante, una sinfonía de miedo, determinación y engaño.
Selene se había apostado junto a la ventana principal, una sombra entre las sombras. Miraba hacia el bosque, pero sus ojos no buscaban movimiento. Escuchaba. Escuchaba el lenguaje del silencio, la forma en que los grillos habían dejado de cantar, el modo en que el viento parecía contener la respiración. Estaban cerca. Podía sentirlos. Los hombres de Blandini. Olían a pólvora, a tabaco barato y a esa arrogancia de quienes creen que el dinero los hace invulnerables. «Vienen por ella», pensó, y una furia fría le recorrió las venas. Su mirada se desvió hacia Mar, que estaba sentada en el suelo, aparentemente meditando, como ella le había enseñado. Pero Selene vio la tensión en sus hombros, el leve temblor de sus manos. Estaba actuan