La cabaña, sin la presencia temblorosa de Mar, no se sentía más segura. Se sentía más vacía. Más grande. Y el silencio, que antes era una manta compartida, ahora era un abismo que se abría entre Selene y Florencio. La expulsión había sido un acto de poder necesario, una amputación para evitar que la gangrena se extendiera. Pero toda amputación deja una herida fantasma. Y la de Mar dolía.
Selene pasó el día siguiente a la expulsión en un estado de furia contenida. No entrenaba. No hablaba. Se dedicaba a limpiar la cabaña con una meticulosidad casi maníaca. Fregaba los suelos, quitaba el polvo, ordenaba los libros de Florencio. Era su forma de borrar el rastro de Mar, de purgar su olor a miedo y a traición del único territorio que ahora consideraba suyo. Cada movimiento era un intento de reafirmar el control, de reconstruir las murallas de su propia y maltrecha fortaleza interior. Florencio la observaba desde la distancia, sin atreverse a interrumpir su ritual de limpieza. É