El grito de Mar se extinguió, pero el eco de su humillación quedó flotando en el aire de la cabaña, un veneno espeso y sofocante. Se quedó en el sillón, hecha un ovillo, su cuerpo sacudido por sollozos que no eran de tristeza, sino de una vergüenza tan profunda, tan absoluta, que parecía carcomerla desde adentro. El olor de su propia rendición, una mezcla de sudor frío y placer culpable, impregnaba la tela del sillón. Era una marca indeleble, la prueba física de su traición. Ya no era la traidora, ni la aprendiz, ni la espía. Era solo una cosa. Un juguete roto.
Selene no se movió. Se quedó sentada en el suelo, observándola, su rostro una máscara de calma helada. No había rabia en sus ojos. No había decepción. Había algo mucho peor: la nada. La indiferencia del Alfa que acaba de confirmar que un miembro de la manada es irrecuperable, una enfermedad que debe ser extirpada. Había confiado en ella una pizca, había apostado una última molécula de confianza. Le había dado una o